Desde que recuerdo siempre estuvo ahí. Colgado en la pared amarilla de la sala, justo enfrente del sofá verde en el que por alguna extraña razón nadie nunca se sentó. Como crecí viéndolo ahí, en su intacta envoltura de plástico, creía que era un adorno más, como un cuadro, y lo que más me gustaba era que en ninguna otra casa había visto algo parecido.
En las tardes, cuando el Sol se ponía, entraba por la ventana una luz naranja maravillosa que hacía que se viera aún más hermoso. Duraba horas enteras imaginando a qué hermosa mujer habría pertenecido, en qué lugares podría haber estado y eventualmente, qué hombre lo habría desabotonado al amor. Fueron tantas las historias que tejí alrededor de este tesoro, que un día, un diecisiete de Enero exactamente, no resistí más y decidí empezar a contárselas a mi madre para que ella me dijera cuál era la verdadera. Cuando terminé, me sonrió como sólo ella sabía hacerlo y me dijo: “Todo a su debido tiempo, querida. Cuando seas mujer, cuando seas mujer...” Me acarició el rostro y se fue a la cocina a preparar la cena.
Desde de ese día, cada año le contaba cientos de historias y cada año ella me contestaba lo mismo. Nunca me di por vencida, tal vez porque no sabía qué significaba ser mujer o cuándo me convertiría en una. Pasaron años en los que cada diecisiete de Enero sorprendía a mi madre con distintas historias de amor y locura, cuyo personaje principal siempre era el mismo. Fue así como mis épicos relatos se fueron convirtiendo en una tradición de nuestra gran familia de dos. Al final sólo lo hacía por ver la expresión en el rostro de mi madre con cada uno de mis cuentos. Era como si a través de ellos le regalara todas las emociones que no tenía en su vida real.
El diecisiete de Enero del año en que cumplí diecisiete años empezó de modo extraño. Me levanté feliz y dispuesta a llevar a mi madre a un viaje de palabras sin igual. Como siempre, desperté antes que ella pero este día, en vez de ir a despertarla como solía hacerlo, decidí ir a la cocina por un vaso de agua. En el momento que entré a la sala sentí como si se me hubiera helado la sangre y por unos segundos, no pude moverme. Cuando volví a sentir mi cuerpo, lentamente miré hacia la pared amarilla para cerciorarme de que lo que había visto era cierto. Lo era. Ya no estaba. Ni la puntilla de que colgaba, ni su envoltura de plástico. Ya no estaba.
Enseguida corrí al cuarto de mi madre para contarle el terrible suceso. Cuando entré la vi parada junto a su cama. Estaba intacta, como si no hubiera dormido en ella la noche anterior y en sus manos, con delicadeza, sostenía el gabán rojo. No entendía qué estaba pasando pero por la expresión de su rostro supe que no debía hablar. Algo importante estaba a punto de suceder. Hubo un corto y a la vez eterno silencio y de pronto mi madre entreabrió la boca y me dijo: “Siéntate y escucha, querida mía, porque el tiempo ya es debido.” Estaba tan confundida que no comprendí muy bien a qué se refería. Quizá estaba tratando de decirme que ya me había convertido en mujer y que esta vez era ella quien me contaría la verdadera historia del gabán rojo. Así fue.
Se sentó a mi lado y aferrándose a él como a su propia vida empezó: “Cuando era pequeña, me encantaba mirar a mi madre alistarse para salir a trabajar. No tenía un trabajo glamoroso, era lavandera y sin embargo, cuidaba cada detalle en su arreglo. Cuando terminaba quedaba tan hermosa que aunque su ropa estuviera descolorida y la vejez prematura ya surcara su rostro, yo siempre le decía: “Mamá, estás tan linda que pareces una señorita de ciudad.” Ella me miraba con una sonrisa agridulce en la boca y me respondía: “Niña mía, las señoritas de ciudad no se visten así. Ellas van muy elegantes, con faldas de flores y gabanes rojos, para que hasta los pajarillos se enamoren al verlas pasar, y siempre huelen a lavanda para que en el aire quede su huella al andar.” Cuando se marchaba, solía quedarme horas imaginando a esas señoritas caminando por las calles de la gran ciudad.
Siempre creí que al crecer yo sería una de ellas. Cuando se es pequeño todo parece fácil y soñar es gratis. Pero esos sueños no duraron mucho. Para cuando cumplí diez años ya no podía mirar a mi madre arreglarse para ir a trabajar porque yo también tenía que hacerlo para salir a lavar con ella. Llegó un día en que supe que nunca iba a ser una señorita de ciudad, pero cuando te tuve decidí que tú ibas a hacer mis sueños realidad. Con algún dinero que tenía guardado encargué el gabán rojo a París y lo colgué donde pudiera verlo siempre para nunca perder de vista mi meta. Ahora ya eres una mujer. Es tiempo de que te pongas el gabán rojo y vayas a ver el mundo de cerca.”
Se paró de pronto y sacó un sobre de su mesa de noche. Me lo entregó y continuó: “Aquí hay un boleto de tren con destino a París. Es sólo de ida. Tienes que estar en la estación esta noche a las nueve. También hay un papel que tiene escrito el nombre de un banco. En él hay una cuenta a tu nombre donde deposité todo el dinero que he ahorrado en estos diecisiete años. Es tuyo, como la responsabilidad de hacer con él y con tu vida una historia de verdad.”
Esa noche, mientras caminaba rumbo a la estación del tren sólo podía pensar que finalmente sería yo quien le daría una historia al gabán rojo y esa idea me hizo completamente feliz. Cuando llegué a París, lo primero que hice fue comprar un perfume con olor a lavanda y salir a caminar con la falda de flores y mi gabán rojo como sólo lo hacen las señoritas de ciudad.
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