miércoles, 30 de diciembre de 2009

miércoles, 23 de diciembre de 2009

NO ES COMO EN LOS SUEÑOS

Los besos no detonan orquestas de violines. Tampoco alteran la velocidad del tiempo. El amor no es una caja de chocolates en forma de corazón. Ni se convierte en mariposas al entrar al estómago. Las dietas no son sinónimo de delgadez. Mucho menos de belleza. La educación no garantiza un futuro exitoso. El talento tampoco. El dinero no compra la felicidad porque la felicidad no tiene precio. Me pregunto por qué entonces cuesta tanto su ausencia. Ya lo sé. La realidad, señoras y señores, es rotundamente diferente a los sueños. Todos abrimos los ojos con sorpresa. Todos suspiramos al unísono. Todos lloramos desconsolados. El pánico se apodera del auditorio. ¡Qué injusto! La vida debería ser como la planeamos, como tantas veces la imaginamos. ¿Es mucho pedir? No. Ellos prueban lo contrario. Ellos, a quienes se les hacen realidad los sueños. Todos nos mordemos los labios. Todos sentimos ganas de vomitar. Todos lo hacemos. La ira se apodera del auditorio. Y mientras todos seguimos agachados, con la cabeza entre el retrete y el rabo entre las piernas, me paro y me salgo de mí misma. Ahí estoy, de rodillas, devolviéndole mi rabia al mundo. Y no me gusta lo que veo y me preocupa lo que veo y quiero cambiar lo que veo. Entonces sobrevuelo mi pasado y observo que mi realidad fue, de hecho, diferente a mis sueños. Pero no peor. Y sobrevuelo mi futuro y observo los sueños que, de hecho, serán diferentes a mi realidad. Pero no peores. Y sobrevuelo mi presente y sonrío. Porque tengo besos y tengo amor y tengo belleza y tengo éxito y tengo felicidad. Y mi realidad es, de hecho, rotundamente diferente a mis sueños. Pero es, de hecho, mejor.

martes, 22 de diciembre de 2009

LAUGHING WITH GOD

I made heavy love to her. As heavy as it can get. My mother always said love weighs as much in gold or diamonds. I never really understood that. When she fell asleep, I strangled her with a piano string. It seemed appropriate at the time. The red neon light that came in through the motel window gave the moment a sordid touch. Dramatic, to say the least. What a cliché. I kissed her on the forehead and took a chocolate Jesus from the nightstand drawer. I placed it on her chest and watched it melt. Did you know the human body drops one degree every hour after Death? Well, now you do.

I had a dream about Death last night. What an entrance! Fabulous! She levitated down the stairs where her prom date awaited. He put a corsage around her wrist and then she cut him in half with her sickle. Right through the waist. She made herself a necklace with his intestines and danced to Frank Zappa. Death, she can be such a bitch sometimes. I woke up laughing and got up fast. I get light-headed when I get up fast and I like it. Why do you think that is? I had maggots for breakfast. Fagot maggots, like a dove. I saved some for Death, just in case she stops by. I wouldn’t want her to get me on an empty stomach. That would be unsavory. She hasn’t though, stopped by.

What’s this I hear? It’s the church bell. Is it six already? I guess so. Time plays tricks on perception. I should get ready for church. God expects me to be on time. But I won’t, not this day.

“My boy, you smell sweet, like cheap wine.” Those were the words she whispered in my ear. I remained quiet for a minute, meditating. It’s true, I am somewhat… fermented. “Get drunk on me” I said, and she obeyed. Just like that. No questions asked. Dirty old tramp.

Oh, don’t brood. She got what she deserved for being unholy. Fine, that’s a bit much. Here’s where God come in with His sick sense of humor. It’s all about shit and babies. They are expulsed from consecutive holes and come out with a push. You see the joke in that, don’t you? God makes me laugh. God and Death both. But I digress; the point is nobody is holy. People are but feces. They walk around leaving their stench in the air. They are immune to it, but I’m not. My airways are clean.

I should cut her in pieces and make soup for the hounds. No, that’s too much trouble. I’ll just leave her be, naked on the bed. The chocolate Jesus didn’t melt completely. His face is trapped between her wrinkled breasts. He’s disgusted, I can tell. I bet He would rather be crucified again than have sex with this mother. Me? I’m nobody’s savior. No cross for me, thanks.

Do you know what a 9 mm shot does to your head at close range? Neither do I. That makes to of us then. I don’t think anyone will bother. I better write my epitaph before blowing my brains out. I’ll keep it simple, three little words: Shit and babies. That’s right, shit and babies. God will understand and He will laugh. And I will laugh. Laughing with God. That must be Heaven.

lunes, 21 de diciembre de 2009

LAS ÚLTIMAS VACACIONES DEL DIABLO

Ya no tiene que mover un dedo. Los hombres hacen todo el trabajo. Es innecesario concederles deseos u ofrecerles tesoros. Las pierden sin que él haga el más mínimo esfuerzo. En el momento que halan el gatillo, cuando traicionan, siempre que mienten. Tan sencillo como si las botaran por el inodoro y halaran la cuerda. Lo único que él tiene que hacer es ponerlas en sus respectivos envases de vidrio y marcarlos con nombre, apellido y pecado cometido. Se ven lindas ahí atrapadas. Como luciérnagas, solo que más grandes y más luminosas. Mucho más luminosas. A veces el brillo de tantas lo enceguece. En el Infierno ya nunca se hace de noche por su culpa. Por eso siempre tiene sueño. Y por eso siempre está de mal humor. Gracias a la luz de su enorme colección de almas que no lo deja dormir. Sufre de insomnio.

A veces quisiera que su hogar no fuera tan infinito, que a sus estantes se les acabara el espacio, o que se fueran todas al Cielo y alumbraran allá, donde hay tanto negro. A veces quisiera que los hombres sintieran una mayor diferencia, más dolor, al perderlas y no simplemente un corto escalofrío que no los mata, sólo los adormece. Pero no, apenas se les ponen los pelos de punta unos segundos y siguen viviendo, entumidos, hasta que se mueren. Y ni siquiera se dan cuenta de que algo les falta. Él escucha sus pasos aletargados a través del techo y a veces, pocas veces, siente pesar por ellos. Pero después ve los comerciales en televisión anunciando nuevas medicinas que ayudan a respirar mejor, a tener erecciones más largas, a cagar tres veces al día. "Si presenta problemas al orinar, se le hincha la lengua, o se le seca la boca, consulte a su médico". Es una burla. La gente no se muere de vieja, ni de enfermedades. Se muere de apatía. La ignorancia lo tensiona. Sufre de estrés. Ser Diablo no es fácil.

lunes, 9 de noviembre de 2009

HOTEL CORAZÓN

Tiene cientos de cuartos donde viven todas las personas que quiere. Son sus huéspedes. A algunos no los ha visitado en años. Sus cuartos deben estar llenos de polvo y telarañas. Ellos oyen sus pasos cuando camina frente a sus puertas. Esperan que entre y los ayude a limpiar. O al menos que les dé un abrazo. Quedan algo tristes cuando sienten que se aleja y abre la puerta de otro más afortunado.

Hay otros que visita de vez en cuando. Se toma un café con galletas y promete volver pronto. Ellos saben que no es cierto. Pasarán meses antes de que vuelva. De todos modos, ponen a hacer café día tras día. Por si acaso.

Hay un piso donde viven todos aquellos que la han herido. Los que han destrozado sus cuartos y todo lo que con tanto esfuerzo puso en ellos. No le gusta ese piso, pero a veces va y los oye moverse. Sabe que tienen la cabeza pegada a la puerta y sabe que quisieran pedirle perdón. Pero no se atreven. Algún día alguno saldrá y la mirará a los ojos sin decir nada. Y ella lo perdonará. De pronto.

Hay un solo cuarto que tiene cerrado con llave. Por la rendija de la puerta sale humo de cigarrillo y unas notas de jazz. Quien vive ahí nunca puede volver a salir.

En otro cuarto, vive un hombre algo especial. Le gustan las pecas que tiene en sus labios. A él lo visita a menudo porque la hace reír. A veces le da mal genio y dice que podría matar a diez hombres con solo mirarlos. Pero ella sabe que en realidad, él no mataría una mosca. A veces se inventan historias juntos y hablan sin parar de las cosas más tontas. Otras veces de unas más inteligentes. Hoy es su cumpleaños. Dice que está calvo y que se ve viejo. Ella sonríe y besa las pecas de sus labios. Decoró su cuarto con bombas de colores y horneó su ponqué favorito. Le cantó una canción y brindó por el día en que él llegó a su hotel, a su corazón, y se convirtió en uno de sus huéspedes permanentes.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

CUARENTA Y CINCO

Sonó como si alguien hubiera tirado una bolsa de leche desde un doceavo piso. Segundos después un grito de mujer. Inmediatamente recordé a ese amigo de papá que borracho en una reunión dijo que las mujeres cuando gritan alcanzan decibeles tan altos, que se les distorsiona la voz y que aunque la que gritara fuera la propia madre, no se le podría reconocer. Todos reímos. Risas falsas provocadas por comentarios ebrios. Esa tarde comprobé que el amigo de papá estaba equivocado. La que había gritado era mi madre y lo supe al instante. Quise pensar que, como siempre, se trataba de un pequeño accidente casero que ella solía aumentar a tamaño de tragedia. Como esa vez que se le rompió un frasco nuevo de mostaza importada. Dejó de hablar una semana y sólo salía de su cuarto para hacernos la comida a papá y a mí. Mi madre es una de esas personas que necesita disculpas para deprimirse, tal vez por eso es experta en fabricarlas. Nunca supo que la vi lanzar el frasco nuevo de mostaza importada contra el suelo de la cocina.

“Los días. Has estado en todos y cada uno de ellos. Los buenos, los malos, los peores, los  increíbles y por supuesto, en los normales. Has estado ahí, encima, debajo, saliente y pendiente. Todo eso pasa en los días.”

Quise quedarme en mi cuarto, leyendo, pero no pude. El grito de mi madre me provocó un escalofrío recurrente imposible de ignorar. Guardé las cartas donde siempre y bajé las escaleras despacio, muy despacio. No sé por qué no quería llegar al primer piso, así que estúpidamente traté de retrasar lo inevitable. No estaba en la sala, ni en la cocina. La puerta del garaje estaba abierta, dejaba entrar la sombra de mi madre. Ella estaba de rodillas, totalmente inmóvil. No se oía nada. Pensé que tal vez sí se le había caído una bolsa de leche, lo extraño era que no vivíamos en un doceavo piso. De todos modos fui a la cocina por un trapero y salí. La leche no es roja, ni tan espesa y no sale de la boca de mi padre. Estaba tirado bocabajo sobre el antejardín, encima de los Pensamientos que le ayudé a sembrar a mi madre el verano pasado. Siempre se quejaba de que no tenía tantas flores como el de doña Sol.

miércoles, 21 de octubre de 2009

MI TIEMPO, TU TIEMPO

Algunas veces, cuando me quedo observando el movimiento de las hojas en un árbol y se me pierden dos o tres horas del día, me pregunto a dónde va ese tiempo, qué hará cada vez que se le puede escapar a su dueña, que lo desperdicia tanto y en tantas nimiedades. ¿Será que hace algo productivo como buscar un verdadero norte, o será que se queda mirando las mismas hojas del mismo árbol, pero desde diferente perspectiva? A veces pienso que en esos ratos libres, se devuelve a recorrer mis pasos porque cuando regresa me trae los olores de momentos que recuerdo, que ya pasaron. Pero a veces me trae sensaciones que también recuerdo como mías, pero que no están construidas en mi memoria como imágenes, ni sonidos, ni palabras, ni personas. Entonces me pregunto si mi tiempo caminó por otras vidas antes de ser mío. Tal vez eso explicaría por qué me gustan tanto los gnomos de jardín; y por qué si tuviera un chihuahua le pondría un tutú rosado; y por qué quiero tener un enano de esclavo, que duerma en mi cuarto en una camita de perro; y por qué si un genio me otorgara un deseo, yo le pediría ver el momento en que una persona utilizó la cuchara como cuchara por primera vez. A veces también pienso que mi tiempo estaba vagando sin norte por el mundo antes de encontrarme. Y fue ahí donde vio y sintió todas esas cosas que me trae ahora, que son mías, pero que no he vivido yo en realidad. Tal vez mi tiempo nació conmigo y yo apenas me estoy dando cuenta.

¿Dónde estaría mi tiempo hace 28 años? Tal vez susurrándole a mis padres al oído que se pusieran a hacer una hija. O llevando a un chihuahua del collar y pensando: "A este perro le hace falta algo." De pronto se estaba vendiendo al mejor postor para poder hacerse mío precisamente. ¿Quién da más? Quién da más? Vendido. Tal vez pasaba por ahí en el momento en que nací y le pareció que en la muñeca de esa muchachita encontraría un buen hogar. Tal vez había vagado por el mundo y por fin decidió tomar un descanso.

Y hoy, después de 28 años, que es mucho tiempo a mediana escala, pero mas bien poco a una más grande, aquí estoy llevando mi vida en un tránsito tranquilo. Y por ese camino, sin darme cuenta, tal vez por estar mirando las hojas de los árboles, mi tiempo se ha cruzado con otros y ahora comparten olores de momentos que recuerdan como imágenes y sonidos y palabras y personas. Y hoy, después de 28 años, mi tiempo se alegra de haberse cruzado con tantos otros, porque a quien le toque después de mí, sentirá mi vida como suya y por momentos, será muy feliz.

domingo, 11 de octubre de 2009

CASUALIDAD O CAUSALIDAD

La teoría de la causalidad dice que toda acción conlleva una reacción, y que dos acciones iguales tendrán la misma reacción, a menos que se combinen varias causas entre sí, haciendo impredecible a nuestros ojos el resultado. Me gusta. Siempre he pensado que todo lo que me pasa es consecuencia de mis acciones, decisiones e incluso de mis pensamientos. Y todo lo que me pasa sobre lo que no tengo control, son sólo las consecuencias de acciones, decisiones, e incluso pensamientos de otras personas, que por uno u otro motivo llegan hasta mí, y seguramente, después de disrumpir mi existencia, o a lo mejor hacerla fluir un poco más liviana y agraciadamente, continúan su recorrido infinitamente hasta que el planeta se acabe o deje de ser planeta, como pasó con Plutón.

Por eso a veces me pregunto cuál es el detonante que desata la cadena de reacciones necesarias para que dos personas compatibles se conozcan. ¿Empieza en un lugar cercano en el espacio y el tiempo a ese momento, o mucho antes y bien lejos? Cuántas cosas tendrán que pasar para que un hombre toque el hombro de una mujer, le diga “¿bailamos?” y perdidamente, se enamoren. Cuáles cosas tendrán que pasar. Somos tantos en el mundo, tan diametralmente diferentes en tantos sentidos, tan evidentemente incapaces de la convivencia pacífica con lo animado e inanimado, que deberían ser muchas y sin embargo, cada año miles de personas alrededor del mundo se unen, supuestamente para siempre, ante el dios de su preferencia, si es que lo tienen. Puede ser que simplemente escojan a quien más se acomoda al estereotipo que desde pequeños les metieron en la cabeza de pareja ideal y ya. De pronto la mayoría de esas parejas que caminan de la mano por la calle sin hablar, sin mirarse, nunca se han enamorado en realidad. ¿Será que la reacción en cadena no ha llegado hasta ellos todavía? ¿Les llegará?

Creo es preferible usar la imaginación. Así podemos pensar que la razón por la que un hombre decidió estirar su brazo y tocar el hombro de una mujer es que en Japón, un colibrí derrumbó la torre de naipes que estaba haciendo un niño frente a su casa. El viento se llevó una de las cartas, que fue a parar sobre la mesa de un bar en Arizona donde un borracho y un sobrio jugaban poker. La carta era un as e hizo que el borracho ganara la partida y le comprara una ronda a todos en el lugar. El sobrio brindó por la vida y por la suerte y se tomó el que sería su último trago de tequila. Llegó a su casa a quitarse la vida con su escopeta de caza. Su alma, por ser alma suicida, reencarnó en un perro callejero, de esos que caminan por Chapinero a la hora del almuerzo buscando que alguien les dé un pedacito de arepa con queso, y por haber sido sobrio en su vida pasada, su destino fue rondar los bares de la zona en las noches, viviendo borracheras a través de los que salen dando tumbos a coger un taxi.

Una noche, un hombre, el hombre, vio al can venido de Arizona antes de entrar al bar y pensó que tenía que dejar de dejar pasar sus días como perro callejero y que esa noche haría algo relevante o por lo menos… interesante. Adentro había una mujer, la mujer, su mujer, que se le pareció a alguien que conocía y la duda fue suficiente para tocar su hombro y verla más de cerca: “Perdón, te confundí con una amiga”.

No hay duda, es mejor usar la imaginación.

viernes, 9 de octubre de 2009

LUGARES COMUNES

Algunos expertos dicen que para contar buenas historias hay que evitar los lugares comunes. Una mujer conduce su descapotable por la autopista. Huye de un pueblo perdido. Su rubia cabellera y la pañoleta roja de satín que envuelve su delgado cuello bailan con el viento y van dejando el rastro de su perfume en el aire. Un armadillo camina al lado de la carretera, lento, muy lento. Ella no sabe a dónde va, ni le importa. Quiere alejarse porque está aburrida. No tiene sueños de fama ni de fortuna. Sólo quiere seguir conduciendo hasta estrellarse con una nueva vida, o hasta que se le acabe el combustible. El armadillo observa el auto alejarse hasta que desaparece en el horizonte. Jamás volverá a ver a esa mujer, ni olerá su perfume, ni sentirá la vibración de su descapotable sobre la carretera. No sabe por qué, pero siente que va a extrañarla.

A pesar de todo, sigue habiendo lugares comunes y hay quienes siguen escribiendo sobre ellos. La gente los presiente. Es ese momento de la película en que los protagonistas se miran como si nunca se hubieran visto antes, retrasando ese momento por el que la gente pagó la boleta, hasta que por fin, se besan. Los espectadores se miran unos a otros con complicidad y suspiran, efecto que suele producir lo predecible. Todos están pensando lo mismo... típico... pero igual todos lo estaban esperando.

Estoy sentada a la entrada de la casa. Saludo al viejo de enfrente que está sentado a la entrada de la suya, como todas las mañanas. Me sonríe, le sonrío. No hace falta más. Viste de negro porque hace poco perdió a su esposa, ella está lejos de aquí, en algún cementerio en China. Todos los días el luto lo acompaña, no importa si hace frío o calor. Tal parece que las penas hacen caso omiso del estado del tiempo. Aquí sentada veo vidas pasar. Todas menos la del viejo, esa vida sigue sentada frente a mí. Una mujer camina con prisa. ¿A quién ama? ¿A quién odia? ¿Hacia dónde irá con tanto afán? Seguramente va tarde para el trabajo. Casi siempre es algo más sencillo de lo que me gustaría. ¿Y a quién amo yo? ¿Y a quién odio? ¿Y hacia dónde voy con tanto afán? No lo sé y en realidad no importa. Tal vez voy hacia uno de esos lugares que los expertos dicen que hay que evitar, pero si es mío, entonces ya no será tan común.

Parece entonces que los expertos no siempre tienen razón. Me quedo con mi historia y sus lugares comunes. Así no sea original, debe haber alguien que quiere escuchar lo que llevo escrito y que querrá ayudarme a escribir un poco más. Y mientras tanto, seré el armadillo al lado de la carretera, y la rubia del descapotable y su pañoleta roja de satín.

martes, 6 de octubre de 2009

BIEN IDO

Está en ese lugar donde se cumplen los sueños con sólo desearlos. Él no los desea porque ya no desea. Se queda en el bar, ordena otra cerveza y se queda mirando al barman. Ya ni siquiera él quiere escuchar su historia. Se la ha contado mil veces y en verdad, no es tan interesante, no es tan… nada. Es solo patética y hasta eso no lo es tanto. Como todo en su vida de poeta maldito “wannabe”. Hay algo más triste que volverse adicto, que buscar en todas partes el olor a axila de lo sórdido y es hacerlo con el fin único de encontrar la inspiración. Es peor aún no utilizarla. Se pudre adentro y forma tumores. De esos que provocan enfermedades terminales. A él eso no le importa. Siempre ha creído que solo los que se lo merecen se enferman.

Es joven aunque su piel dice lo contrario. Y sus ojos. Y sus manos de niña inquieta. Ella alguna vez le dijo que le gustaba lo que hacía con ellas. Fue la primera en decírselo. Supuestamente. Cuando se queda quieto parece muerto, un zombie. Mentira. Ni siquiera califica como un personaje digno de protagonizar una película de terror. Es solo el borracho de siempre. El que se sienta en la barra. Solo. El que cuando empieza a hablar la gente dice con una sonrisa falsa: “ya vengo, voy al baño,” y no vuelve. Es el extra sin parlamentos.

Huele a orinal, hace tiempo no se baña. Tiene el pelo largo y grasoso, como ella nunca quiso que lo tuviera. Lo amenazaba con no darle más besos si no se lo cortaba. La muy perra. Su barba está larga y enredada y tiene aliento a perro viejo. A perro neumónico. A veces se sienta en el parque con el dominó que ella le regaló hace tiempo. Se lo trajo de Cuba. Él espera. Espera que alguien se siente a su lado y juegue con él. Aunque sea un fantasma.

Siempre quiso ir a Cuba pero ya es muy tarde para eso. Para eso y para tantas otras cosas. Qué desperdicio. Todas sus palabras se fueron por el inodoro junto al mal de estómago que le causó a tantas. A tantos. Eran bonitas sus palabras, pero mentirosas. Y esas no son como las mujeres que aunque no tengan nada por dentro siguen estando buenas. No. Las palabras sin médula se vuelven signos de una lengua muerta. Y lo que nadie entiende, a nadie le sirve. A nada.

Tiene tos. A cada rato sus pulmones tratan de expulsar toda la mierda que los hizo comer desde chiquito. Sus dientes color tinto ya no son lo que eran. Y lo que mejor tenía era la sonrisa. Lástima. Cuando se reía era el único momento en que decía la verdad. Porque no decía nada. Ahora es preferible que no abra la boca. No importa. No tiene motivos para que las emociones le pasen de la comisura.

Recuerda sus labios. No los de ahora, de los que se enamoró. Siempre pensó que sus besos eran los mejores. Hasta el día en que se despidieron por última vez. No sabe si no le gustó porque era el último. O porque su recuerdo todavía olía a trapo sucio. Lo odia. Solo un poco, pero lo odia. Por hacerla verlo así. Por convertir su primer amor en pordiosero. Ella podría haberlo evitado. Si se hubiera quedado con él. Está segura. Lo odia porque la hace sentir culpable. Habría sido un lindo proyecto. Salvar el alma de un desgraciado. Al morir llegaría al cielo y San Pedro le agradecería por ahorrarle semejante trabajo. Pero ella no era ninguna mártir. Sigue sin serlo.

Ahora solo siente un profundo pesar. Quisiera darle un abrazo. Se nota que hace tiempo nadie lo toca. Y a él le gustaba. Le gustaba que lo tocaran. No lo hace porque le da asco. No se quiere ir a casa con su mal olor en la ropa. Saca unos billetes del bolsillo y se los da. Nada. Ni un: “gracias bella dama.” O algún piropo de mal gusto que de su boca solían salir con tinte a poema. Nada. Ella sigue su camino. Su vida. Los billetes le alcanzarán para otra cerveza. Tal vez dos. Él se siente feliz, porque eso siempre fue lo que quiso.

Ella siente que no hay nada más que pueda hacer. Ese hombre sentado en la banca del parque ya no es nada de ella. Nada más que una telaraña. Se pregunta si él la reconoció. Si cuando se acercó para darle el par de billetes, él alcanzó a percibir su olor a frutas. Ese en el que se sumergió todos los días durante tanto tiempo. Si detonó en alguna parte de su memoria la imagen de ese buen día en que se amaron sin neuronas.

Mientras camina por la acera, alejándose de su pasado, ella recuerda las palabras que su madre le decía cuando la veía llorar por él: “Ese es bien ido, mijita, ese es bien ido.” Bienvenido. Bien venido. Bien ven ido. Bien ido. Llegar a él por medio de las palabras siempre fue un juego.

lunes, 5 de octubre de 2009

LA NORMALIDAD

Un día me quedé dormida en la jaula de un conejo. Un día me disfracé de Superman y salí a pedir dulces en la cuadra. Un día maté un gato y otro día intenté matar un pato. Un día besé a un hombre que parecía un mico, aunque alguien notó más su parecido con el hombre lobo. Me inclino a creer que ella tenía razón. Un día estrellé el carro de mis papás por tratar de salvarle la vida a una paloma. Si eso no es karma, que me parta un rayo. Un día no maté a la más escuálida representación de autoridad al mejor estilo de un asesino en serie. Pero me habría gustado. La habría cortado en pedacitos y cocinado lentamente, en bajo. Su olor habría viajado por el viento de mi barrio y hecho vomitar a las mirlas del parque de la esquina. Un día me fui para nunca más volver. Y otro día regresé para no volverme a ir. Allá lejos, muy lejos, donde el frío entra al cuerpo como miles de agujas de hielo, conocí el calor que hace que los corazones palpiten. Tatá tatá tatá. Un día, un niño me dijo que sentía que yo hacía que el sol brillara más intensamente y que todas las cosas extrañas que pasaban en el mundo se debían a nuestras conversaciones disonantes. Y dicen que el calentamiento global es culpa de la polución. Un día tomé Margaritas en la playa con una mona y una pelirroja y otro día me emborraché a punta de Koskenkorva y Cariñoso de manzana. Un día escribí 13 de 101 razones por las que alguien debía esperarme y otro día paré de escribirlas porque ese día, pararon de esperarme. Un día me perdí en una isla en la que se viaja en el tiempo y llegué a un lugar mejor. En el tiempo. Un día escribí una leyenda agridulce. Más agria que dulce, pero ha sido una constante fuente de inspiración. Un día, mucho más tarde, aprendí que de lo dulce, también nacen historias de amor. Un día alguien escribió que me amaría parasiempre. Y lo único que se salvó de ese día, fue escribir esas dos palabras juntas. Parasiempre. Un día muy, muy largo, le devolví al mundo su abundancia y otro día querer más ya no me hizo sentir culpable. Un día renací de entre los muertos. Un día. Todos los días. Siempre me ha aterrado la normalidad.

jueves, 1 de octubre de 2009

HOY

Hoy es el día. Hoy me convierto en niña. En la niña más grande del mundo. Es hoy. Tiene que serlo. Lo siento en los huesos. En ese hoyo que se hace en el estómago cuando el alma sale de paseo. Hoy. Hoy me vuelvo asesina. En serie. De esas que matan y comen del muerto. Hoy me habla un fantasma. Y yo lo veo. Pero no le ayudo. No escucho su historia. Si depende de mí, no pasará a mejor vida. A la que le corresponde. Por fantasma. Hoy, no es su día. Es mío. Sólo mío. Hoy, hoy, hoy. Hoy tengo lo que quiero. Tengo un chihuahua. Tengo su tutú rosado. Tengo un enano de esclavo y un gnomo en el jardín. Sí, hoy. Lindo hoy. Tan estúpido hoy. Es hoy. Hoy soy especial. Hoy soy más. Mejor. Hoy soy.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

NORMAL

I dream of dead birds.
They embellish my back yard.
Their bodies form a soft mantle over the grass.
I dream of dead birds. And they are black.
I dream of crystal gums.
They belong to an old man who plays the saxophone.
Blow, blow, hard, just blow.
I dream of crystal gums. And metal teeth.
I dream of silk flowers.
They are woven with purple thread.
They rest still, pretty, over a grave with no name.
I dream of silk flowers. And they belong to the dead.

Sometimes, I wish my nights would paint different stories.
Normal stories.
Sometimes I wish I was normal.
Sometimes I wish I knew whose voice it is that whispers secrets in my ear before I go to sleep.
It’s the same voice who taught me how to make invisible origami.
Maybe it belongs to the gnome that lives in my hair.
Maybe he directs my dreams.
Maybe normal is not my way, and if it isn’t, so be it.

I dream of golden spoons.
They are lost in the little tin box I keep under my bed.
I dream of golden spoons. And cotton forks.
I dream of fluorescent vapours.
They travel at sound speed and become stars when it’s cold.
I dream of fluorescent vapours. And they taste like mint.
I dream of infinite puzzles. Its pieces are made of mirror.
When you put them together you can see a sad girl with long hair.
And a boy with thick glasses and rebel fingers.
And a gnome with a megaphone.
And an old man with crystal gums.
And a thousand dead birds.
I dream of infinite puzzles.
And I haven’t finished them yet.



jueves, 24 de septiembre de 2009

FLORES COLOR NARANJA

Cuando era niña sembré un Cayeno con mi papá en el jardín de la casa. Dio flores color naranja. El día en que perdí el gusto por los árboles y los cuentos de hadas, el Cayeno se volvió el recuerdo de una buena infancia que mis papás inventaron para mí. Yo creí en ella, porque los niños creen, porque no saben lo mal que sabe no creer. O tal vez porque lo saben.

Mi pasado es el mejor regalo. Los mejores regalos no se pueden empacar y poner bajo el árbol de Navidad. No se adornan con cintas de colores ni llevan tarjetas de parte del Niño Dios, que por algún motivo escribe igual a mi mamá. El mejor regalo es una mentira bien tejida, como las trenzas que me hacían antes de ir al colegio, porque esconden realidades que almuerzan atún con jugo de mora. Se que lo probé mil veces, pero no recuerdo que supiera mal.

La curiosidad arranca las mentiras como dientes flojos. Las amarra con un cordón a la puerta y cierra sin piedad. No duele, pero asusta. Es un miedo que hace hiperventilar, igual al que sentía cada vez que  mi mamá me sacaba los dientes de leche para que no me los comiera con el brócoli y se quedaran para siempre en la boca de mi estómago, acompañando el diamante de su argolla que me hace la más valiosa de sus hijas.  Mis dientes de leche reposan al fondo de una cajita de lata, con las marquillas de tela que llevan mi nombre escrito en letra pegada. La cajita está en un secreter, enterrada bajo papeles ilegibles y un teléfono dañado que jamás se mandó a arreglar. Mis dientes de leche no hacen parte del collar de un ratón que me dejaba dulces bajo la almohada. Pero son los dulces, lo dulce, lo que recuerdo.

No se debe guardar evidencia de las mentiras. Algún curioso la puede encontrar. Yo siempre guardo la evidencia de las mías, para no creerme algunas y para recordar que en alguna cavidad, entre el corazón y los pulmones, enterrado bajo papeles ilegibles y un teléfono dañado, está mi gusto por los árboles y los cuentos de hadas.

Tampoco las tristezas se deben guardar, se convierten en un nudo ciego hecho del material de los tumores. Se aloja en la garganta.  En una cajita de lata guardo mis tristezas, las que empezaron como sonrisas blancas y esmaltadas y luego se convirtieron en lágrimas de agua salada. Aún las siento rodar por mi cara y mojar la manga de mi saco. Guardo las lágrimas. Las que vi salir por felices y por tristes, las que vi salir a la tienda por leche y huevos y jamás regresar. Se convirtieron en ese vapor caliente que hace suspirar y doler el pecho, que le permite a los fantasmas escribir mensajes en el espejo empañado del baño. Vuelven a ser lágrimas cuando hace frío y se van por el sifón.

Alguien con mala suerte y algo de seso dijo: mal de muchos, consuelo de tontos. Todos sufrimos del mismo mal, todos somos unos tontos. Somos la evidencia de una mentira, de muchas mentiras. Lo importante es que estén bien tejidas, como las trenzas que me hacían antes de ir al colegio, porque la realidad puede matar más rápido que un infarto fulminante.

No se cuándo muero o si mi muerte estará hecha del material de los tumores. Creo que mi vida debe fugarse por la boca de mi estómago: hogar de piedras preciosas, yacimiento de carcajadas, víctima de penas y jugos gástricos, testigo presencial de una buena infancia, de una buena vida, que mis papás inventaron para mí.

Mi pasado es el mejor regalo. Mi regalo es el mejor presente. Está sembrado en el jardín de mi casa. Creció como un Cayeno cuyas raíces llegan a mis ventrículos y hacen brotar de mi corazón flores color naranja. De esas que nunca se marchitan.

DOLORES Y EL INCIDENTE DE LA LECHE (Inspirado por el tango "Loca" de Antonio Viergol)

La segunda canción que su papá le enseñó después de “Besos y Cerezas” fue “Loca”. Desde los tres años se pasaba tarareándola hasta que empezó a convertirse en el alma de la casa. Llegó un momento en que incluso cuando callaba, la melodía seguía sonando entre murmullos. Emanaba de cada rincón, como si las paredes, el techo, la mecedora de su padre, la hubieran aprendido y ya no soportaran el silencio. Su madre siempre le decía que no la cantara, que era canción de vagabundas, pero Dolores ya no podía parar. ¿Cómo vivir arrancándole un órgano vital al cuerpo? De vez en cuando su padre la acompañaba y era en esos instantes que mejor sonaba. Él se la había enseñado por una razón.

La noche de su nacimiento, mientras dormía, don Rodolfo empezó a oír en sueños esas palabras que había escuchado tiempo atrás. “Loca/ me llaman mis amigos/ que sólo son testigos/ de mi liviano amor...” Cada segundo sonaba más fuerte, tanto que lo despertó. Mas la onírica tonada no cesó con el abrir de sus ojos. Por el contrario, se hizo más clara, más profunda. Empezó a buscar por todo el cuarto la fuente de esta música de ensueño. Tenía que estar cerca. Volteó a mirar a su esposa que dormía plácidamente como suele hacerse en las noches de octubre. Su preñada barriga estaba completamente descubierta, vibraba al ritmo de la canción y del ombligo salía un vapor blanco, denso y con olor a lluvia, a través del cual se veían las ondas viajar y confundirse en su propia espesura.

viernes, 18 de septiembre de 2009

COTTON HEART

Where are the lies? Where are they? It was all over the news. Some drowned in the black coffee she spat on his grave. Others where chewed up by the yellow teeth of a broken soul that had to be born again. The fast ones escaped. There is one that still echoes in the tin box where she incarcerated it. Its metallic sound makes her puke sometimes.

Loving was his urge, his urgency. He desperately wanted to love and love he did, all the pretty girls, all with the same words. Why wouldn’t he? They came out so easily, so equally full of shit. He didn’t know it, but he wasn’t ready to love. His heart was a song composed of nothing but a corny chorus. Pretty girls like corny. That he knew, so he got them all.

A Shanghai queen? Midnight in a perfect world? Kisses that bring dead vampires back to life? None of it exists, none of it is true. Then again, nothing is. You better learn to live with the facts: card castles never fall apart and broken glass doesn’t really cut. It’s all make-belief. You are born, you lie, you are lied to, and you die. That is life. Once you get it, the pain goes away. Hearts only hurt when they’re about to stop.

She was not aware of that then, so she cried. She cried for him, for an unrequited love disguised as an orange kiss. A minute of silence for her dead tears. A minute of silence and a sigh. She cried his death as well. She knew where he was going. Yes, hell is his new home. No one to talk to after movies, no books by Bukowsky, no jazz, definitely no sex. That’s fine, he can go an eternity without a piece of ass, right?

He died through his nose. Exhaled mucus and his last ounce of life. Milky, rotten life asphyxiated in a bottle of beer. A prostitute found him in the brothel’s bathroom. That, my friends, is a Kodak moment.

Now, get up. A standing ovation is in order. He thanks the Academy and his wife. Crap, he doesn’t remember her name. Has he ever known it? It starts with L… no D… or C? Wait… there’s no one sitting in his wife’s chair. He doesn’t have a wife. He’s not really holding an Oscar. Poor thing, there was no light at the end of his tunnel.

Why? You ask. Because he was bad. The bad boy doesn’t get to be loved by pretty girls with cotton hearts. Not anymore. His 16-mm dreams were reduced to pieces by angry scissors. That’s the destiny he forged for himself. He knew he didn’t deserve better. Deep down he knew, so he embraced it with sad eyes and the nostalgia of what was never meant to be. She remembers his sad eyes. She remembers and dies.

For that, fuck him. Fuck his bittersweet existence, his intoxicating words, his seductive ways. Fuck her as well. Fuck her candy lips, her stupid grin, her bones for adoring him to the marrow. Fuck them both for being so consciously deceitful and still make sense.

Cut their heads off and bring them to me on a silver platter! Make that a plastic bucket. You know what? Not her head. She is not going to die, not going to hell to keep him company. I write her fate as I speak. She will have a happy life beside a pretty boy with a cotton heart. He will taste her candy lips, redraw her stupid grin, his bones will too adore her to the marrow. He will say “I love you”, and her heart will stop. No, it won’t hurt. She found the missing lies. She found them and flushed them down the toilet.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

ZOILO

Zoilo tenía ojos azules.
Andaba por la ciudad en bicileta,
arreglando flores y contando nubes.
Batallando ratas endiabladas con su pala a manera de espada,
y saludando a todos con su celeste mirada.
Sabía que por aquí había pasado
cada vez que llegaba a casa
y el césped estaba podado.
Ahora ya no habrá quien arregle las matas
ni quien le gane la batalla a las ratas,
porque el corazón de Zoilo, el jardinero,
que ayer por aquí pasaba,
decidió detenerse y dejar la bicicleta parqueada.

STEADY

Editor's Choice Award for Outstanding Achievement in Poetry Presented by poetry.com and the International Library of Poetry 2007

This poem will be published in the next edition of the anthology series "Voices - a Collection of Poetic Works" done by Greenspring Publishing going to press this October.

Average. I will paint my life in shades of grey.
Thrill seekers die of adrenaline rushes. That’s not me.
My heart rate will not be elevated.
It goes beep, beep, beep. Steady.

There will be no drum solos.
No high pitch “I love yous”.
No braking before hitting the wall.
My tires shall leave no marks.

A thousand zeroes will not buy me excitement.
My mood can’t ever be disturbed. I am a sea with no waves.
I bear no life, parasites cannot live off of me. I am not a host.
I am a black hole, a nebula. I am the stillness of dust.

My heart is unimpressed by beauty.
It goes beep, beep, beep. Steady.
My world shows no evolution.
Time is not my platform, nor my diving board.

I shall know no emotion.
I am not a ying or a yang.
I am the blurry core, the insipid meal.
There is no eating me with a spoon.

But I… I shall never perish. I am eternal.
The unsolved riddle.
Age does not wrinkle my lining,
moths poison when eating my skin.

My rhythm will beat to no soul.
I am the music of the numb.
My heart will pump gasoline into your flow.
It goes beep, beep, beep. Steady. And then you go.

lunes, 14 de septiembre de 2009

DE MILLONARIO, NO MUCHO

Viernes 14 de Septiembre de 2001. Recuerdo la fecha exacta porque el martes anterior, dos aviones chocaron contra las Torres Gemelas. Cuando desperté esa mañana, prendí el televisor y en tiempo real, vi al segundo de ellos atravesar esa gran estructura que ya jamás iba a conocer. Cuando llegué a la universidad, había un silencio solemne. La gente se miraba aturdida, como si después de mucho tiempo, se sintiera parte de esa humanidad agobiada y doliente de la que hablan las novenas. En ese momento supe que no sería una buena semana.

Hacía 15 días estaba saliendo con un piloto de 26 años. Para mí, que tenía apenas 19 y estaba en tercer semestre de universidad, él era el potencial padre de mis hijos. Y eso que nunca he querido tenerlos. Hacía más o menos lo mismo y después de un exhaustivo ahorro, había logrado comprarme una chaqueta de jean que quería hacía meses. Todo estaba yendo, como dice el dicho, viento en popa. Hasta ese viernes.

Como deberían hacer todos los hombres del mundo, el piloto, como seguiré llamándolo de aquí en adelante, me llamó el jueves a invitarme a comer al día siguiente. No de rumba, porque tenía vuelo a Buenos Aires el sábado. Súper play. Me puse unos jeans, un saquito gris cuello tortuga y, por supuesto, mi chaqueta nueva. Me recogió muy puntual, entró a mi casa y saludó a mi mamá, como todo un gentleman, cosa que no pasa seguido con los de 20. Cuando salimos de mi casa, ella seguramente empezó a planear la boda. Me llevó a comer a un restaurante en la Macarena, hablamos cosas de adultos y, como no tenía la menor duda, me invitó a todo. Menos mal porque en mi billetera, como era costumbre, solo tenía 5,000 pesos. Siempre la sacaba y hacía el amague de contribuir a la cuenta, rogándole a Jesús y a todos sus santos, que al chico se le saliera su macho alfa y se ofendiera ante la sola intención.

Cuando fueron las once, me llevó a mi casa. Hasta ahí, todo bien. Estábamos a una cuadra de mi hogar cuando decidimos parar frente al parque para que él me mostrara un disco de Pearl Jam que tenía y, obviamente, para darnos besos sin temor a que alguno de mis padres se asomara por la ventana y viera lo que un progenitor jamás debe ver. Ya terminada la sesión y mientras buscaba el tal CD, vi por la ventana del piloto, a un hombre caminando por el parque, dirigiéndose con mucha propiedad hacia nosotros. Recuerdo que tenía una cachucha negra con rojo y una chaqueta de jean muy desteñida, y que al verlo, sentí miedo. “Qué susto” dije, ante lo que el piloto levantó la mirada, para ver qué me pasaba. Nunca olvidaré el terror que invadió su cara cuando vio que en mi ventana ya había dos hombres apuntándonos.

Lo que vino después es confuso. Los hombres abrieron las puertas del carro. Le pegaron al piloto con la cacha del arma. Le abrieron una herida en la cabeza. Nos pasaron para el puesto de atrás. El piloto iba en la mitad con su cabeza en mis piernas, la mía sobre la de él, y el arma de uno de los hombres enterrada en  la mía. El carro echó a andar. Intenté recorrer el camino en mi mente, pero iba tan rápido que perdí el norte.

El piloto suplicaba, de manera incesante y nerviosa, que no nos hicieran nada, lo cual terminó por desesperar, no sólo a los malandros, sino a mí también. “Cállese o lo mato” amenazó el que me apuntaba. Se lo decía a él pero la cabeza en juego era la mía. El que manejaba, el jefe, nos repetía que tranquilos, que no nos iba a pasar nada, que sólo necesitaban el carro para hacer una “vueltica”, que pasáramos las billeteras y las claves de las tarjetas. Como dije antes, en mi billetera sólo tenía 5,000 pesos y mi cédula. Hacerme un paseo a mí era posible, millonario, no mucho. El piloto, que por ser un profesional asalariado tenía más que perder, dudó unos segundos, en ese momento años, en dar la secreta información, pero ante la presión de grupo, en la que hasta yo me incluí, por fin la dio. La verdad, no me acuerdo si paramos por ahí o no, sólo sé que de un momento a otro, el jefe me hablaba era a mí. Por razones que mi usual nerviosismo desconoce, el pánico me llenó de lucidez. Él lo notó.

Después de un recorrido, no sé si largo o corto, el carro se detuvo y nos hicieron salir. Estábamos en una carretera destapada. Al lado izquierdo había un alambre de púas que prevenía el paso hacia una zanja, al otro, muchos matorrales. El jefe y el que me estaba apuntando se fueron en el carro. A nosotros nos dejaron ahí con el que iba en el puesto del copiloto. Era un gordo canoso y con bigote. No recuerdo su cara. La de ninguno, especialmente la del que me amenazaba de muerte con su mano temblorosa. El gordo nos hizo pasar bajo el alambre de púas, en el que quedó atrapada la bufanda amarilla del piloto, lo cual no me pareció del todo mal. Cuando los tres estábamos al otro lado, nos hizo sentarnos, separados. “Bajemos más” dijo después de unos segundos. Lo hicimos y al llegar nos dejó sentarnos juntos pero sin hablar. A lo lejos se oía el llanto de un niño y un televisor prendido. Cerca de allí, donde dos personas estaban pasando el peor momento de sus vidas, una familia disfrutaba una noche tranquila en su hogar. Nunca como ese día, quise tanto estar en el mío, pero como siempre hacía de chiquita cuando estaba intranquila o aburrida en algún lugar, me repetí en silencio y mil veces: “esta noche duermes en tu casa, esta noche, duermes en tu casa”.

El hombre tenía una pistola. Grande. Plateada. Brillante. Era difícil creer que la diferencia entre mi vida y mi muerte se viera tan bonita bajo la luz de la luna. Esta visión era interrumpida por la grave condición del sistema digestivo de nuestro captor, que lo hacía eructar y tirarse pedos con una frecuencia realmente preocupante. Y aunque eso me daba ganas de reír, el pensamiento que verdaderamente invadía mi cabeza era otro: iba morir. Ahí. En una zanja. Víctima de un balazo en la cabeza. O quién sabe dónde. Casi podía ver los titulares en El Espacio. Iba a morir. Estaba segura de que iba a pasar. Y esa certeza, más que asustarme, me llenó de una profunda decepción. No podía creer que mi muerte iba a ser lo más interesante que me pasara en la vida. Estaba pensando eso, cuando sonó el celular del gordo pedorreo. Y en ese silencio, alcancé a escuchar lo que le decía el jefe al otro lado del teléfono: “Déjelos ir”. Asumí que ya habían hecho su vueltica, no quiero pensar qué fue, y ya no necesitaban retenernos más tiempo. Por la razón que fuera, la luz al final del túnel se acababa de apagar.

Nos dijo que esperáramos ahí una media hora, hasta que creyéramos que ya se había ido. Antes de irse le robó el reloj al piloto y a mí, la chaqueta de jean nueva. Suena ridículo y me hace ver superficial, pero eso fue lo que más rabia me dio. Cuando asumimos que había pasado el tiempo indicado, salimos de la zanja. La bufanda todavía estaba engarzada en las púas del alambre. Empezamos a bajar la montaña por donde asumimos que habíamos llegado, sin tener la menor idea de dónde estábamos. De repente, vimos un edificio muy sofisticado. Como náufragos cuando ven un barco, así nos sentimos en ese momento. Nos acercamos y miramos la dirección. Estábamos en la 128, arriba de la Boyacá, donde vive la gente pudiente de esta ciudad, que disfrutaba una noche tranquila en su hogar, mientras dos personas pasaban el peor momento de sus vidas, muy cerca de allí.

No sé si a los celadores se les prenden las ínfulas de sus jefes o ellas hacen que se vuelvan antipáticos, el caso es que en diez edificios se rehusaron a prestarnos un teléfono. “Eso pasa por acá todo el tiempo” se disculpaban. El número once, al vernos embarrados, sin chaquetas, caminando en el frío del amanecer bogotano, y pálidos del susto, se apiadó de nosotros. Tampoco recuerdo su cara, pero para siempre le estaré agradecida. Él nos ayudó a llamar un taxi y nos fuimos a mi casa.

En el recorrido nadie habló. Parece que las situaciones extremas pueden unir a dos personas permanentemente, o separarlas de manera inevitable. Cuando llegamos a mi casa, mi mamá estaba asomada por la ventana. Sabía que algo malo había pasado. No era por la hora, porque a esa edad acostumbraba a llegar de madrugada los fines de semana. Era su sexto sentido de madre. Ese día comprobé que sí existe. El piloto llamó a su mamá, puso sus denuncios, y durante el abrazo de despedida, me dijo que se sentía orgulloso de mi valor. En ningún momento grité ni lloré, como se esperaría de una cuasi adolescente, de cualquier persona, en una situación como esa. Y conste que lloro hasta en Shrek. En ese momento, yo no podía decir lo mismo. Ahora entiendo mejor que cuando a un hombre le pasa eso con una niña, el terror se debe multiplicar.

Salimos un par de veces más y la verdad no recuerdo cómo se terminó. Tal vez porque no me importó. O porque no quería en mi vida una presencia que detonara el peor de los recuerdos en mi memoria. Ahora cuento la historia y siento como si le hubiera pasado a alguien más. Como si la estuviera repitiendo en una especie de ejercicio de tradición oral. El único momento en que se vuelve real es cuando me dejan sola entre un carro. Tengo que salirme. Ese es el trauma que me quedó. No me puedo quejar porque mi muerte, no es un titular del espacio y el paseo millonario, no es lo más interesante que me ha pasado en la vida.

jueves, 10 de septiembre de 2009

LAS PRIMERAS QUE NO LO SON

Desde pequeña, gracias a una seria adicción a la televisión que ha probado ser más fuerte que cualquier intento de rehabilitación, siempre soñé que mi primer beso sería de película. Literalmente. Creía que un hombre guapo, preferiblemente (me disculpo de antemano y aclaro que mis gustos han cambiado radicalmente desde entonces) Lorenzo Lamas, correría hacia mí por Central Park, me tomaría en sus brazos y me besaría apasionadamente, el mundo daría vueltas a nuestro alrededor y, por culpa de mis hermanas que la cantaban todo el tiempo, sonaría “Is it okay if I call you mine” de Paul McCrane en el fondo.

Podrán imaginarse mi decepción el día en que, de hecho, recibí mi primer beso. Claramente quien me lo dio no fue un hombre sino un niño, que no tenía los músculos del Renegado, ni sus tatuajes, ni su Harley (de nuevo, pido disculpas); el escenario fue uno de los auditorios del centro de convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada y por lo que era una fiesta en Bogotá City y no en New York City, la banda sonora fue una canción de Rikarena o ¿sería de Proyecto 1? En todo caso, fue la absoluta antítesis de romanticismo si alguna vez hubo una. Lo único que sí sentí fue que el mundo daba vueltas a mi alrededor, eso porque el beso fue tan baboso que me sentí rebotada. En dos palabras y como bien lo dijo el burro de Shrek: fue horrible. Pero lo peor fue lo que vino después, cuando me invadió un pensamiento tenebroso: “¿Qué pasaría, si por alguna razón genética, cultural, mental o espiritual, yo fuera una persona a la que no le gustaran los besos?”

Estuve preocupada un tiempo, hasta que empecé a pensar de manera más práctica, como también desde pequeña suelo hacerlo. Esta fue la conclusión a la que llegué: los besos están sobrevalorados. La gente los da indiscriminadamente, a personas que acaban de conocer, para saludar, para despedirse, los mandan por teléfono, y alguno que otro cursi, los manda en el aire, esperando que alguien los reciba en su mano derecha y se los lleve al corazón. ¿Qué tan importantes pueden ser en realidad? Eso pensaba tratando de calmar mi angustia.

En verdad, lo que más me atormentaba, era que así como siempre había soñado que mi primer beso sería cinematográfico, también pensaba que al cerrar los ojos y por toda la eternidad, lo iba a recordar en 35 mm y Dolby 5.1 Surround Sound. Y así fue, sólo que en lugar de una comedia romántica, la que se proyectaba en mi cabeza (en loop) era la escena de una película de terror, de bajo presupuesto, cabe anotar. Eso jamás iba a cambiar y me sentí como se siente uno durante los créditos de “Titanic”. Al que le haya gustado, me entiende. Y al que no, también.

Pasó un buen tiempo antes de que volviera a besar. Cuando lo hice, a veces me gustó, a veces no, a veces ninguna de las dos, pero todas las veces besar me pareció, más que nada, aburrido e inútil. Pero un buen día, en el bus del Politécnico Grancolombiano (y esto es lo que más le tengo que agradecer a esta bella institución), conocí a un niño… diferente a todos los que conocía. Leía libros de Henry Miller y citaba a Bukowsky, conocía palabras que yo jamás había escuchado y las incluía de manera inteligente en una conversación coloquial, le apasionaban el cine y el jazz, escribía cuentos desesperados y poemas llenos de saudade. Esa palabra la aprendí de él. Pero lo mejor no era que fuera un artista atormentado con delirio de grandeza, no, lo mejor era que estaba enamorado de mí, como sólo un artista atormentado con delirio de grandeza podía estarlo.

Así que otro buen día y después de mucho dudarlo, decidí besar a ese niño que me robaría el corazón (para luego apuñalarlo hasta dejarlo irreconocible). No era un galán, mas bien se parecía a uno de los protagonistas del “Planeta de los Simios”, seguía estando en Bogotá City, esta vez en la residencia estudiantil un poco sórdida donde él vivía, ni siquiera hubo música de fondo y, sin embargo, fue exactamente como siempre lo soñé. Miento, ni siquiera en el cine había visto un beso como ese.

La razón era que por fin, después de tantos años e intentos fallidos, había hecho una verdadera conexión y mientras duró ese beso, y muchos de los que vinieron después, supe lo que era estar en perfecta sincronía con otro ser humano. Era como si adivinara cada movimiento para que los suyos coordinaran perfectamente con los míos, como en esa película en que Mel Gibson oye lo que piensan las mujeres. Allí, en ese cuarto de residencia estudiantil un poco sórdida, en el que jamás pensé que a una chica gomela como yo le pasaría algo relevante (o simplemente algo), entendí que el amor no son las mariposas que revolotean en el estómago. El amor es ese lazo invisible que nos une, a todos, y que nos hace sentir que somos indispensables para alguien más, que tenemos un lugar en el mundo, que no estamos solos. Allí, en ese cuarto de residencia estudiantil un poco sórdida, ese niño de chaqueta anaranjada (que odié hasta el día en que terminamos), me mostró ese lazo, y por unos segundos, tuve una epifanía, de esas que duran poco, pero que explican para qué estamos aquí. Y por qué.

Ese fue mi primer beso, aunque la lista minuciosa que llevo en una agenda con portada de mariposas diga lo contrario. No me importa, tengo mi momento de película, en cámara lenta y todo. Ese es el que rueda en mi memoria. Porque las primeras, a veces, no lo son. Y a veces, así es mejor.

THE END