jueves, 18 de noviembre de 2010

NUESTRO TRATO CON LAS PALOMAS

(Octavo ejercicio de taller de narración: escribir un cuento con estructura circular, es decir, que empiece por el final y se devuelva para contar cómo se llegó hasta ahí)

Vi una bicicleta volar por los aires. Sé que no fue en cámara lenta, pero así es como recuerdo todos los momentos dramáticos. La miré hasta que cayó, más o menos a cinco metros de mi carro. Luego miré hacia el frente. En el panorámico había fragmentos de cráneo y sesos. Estaba todo cubierto de sangre. Tanta sangre. Por un momento sentí ganas de prender los limpiabrisas, pero me di cuenta de que no se vería bien ante los transeúntes que miraban aterrados sin entender por qué no me bajaba del carro, que todavía estaba prendido. No me atrevía a apagarlo. Me parecía que si lo hacía todo se iba a volver real y aún quería pensar que era un mal sueño.

Un mal sueño. Eso fue lo que me despertó esta mañana. Soñé que un hombre entraba a mi casa y quería matar a mi papá, que leía el periódico tranquilamente en su cama. Yo, desesperado por impedirlo, corría a la sala y cogía la plancha de carbón que hay de adorno frente a la chimenea. Después me le abalanzaba y le pegaba tantas veces en la cabeza que le dejaba el cráneo hecho papilla, pero extrañamente no le rompía la piel. Así me desperté esta mañana.

Esta mañana. Una como cualquiera. Carolina me hizo unos huevos fritos. Ella comió un cereal de esos dietéticos que saben a cartón. Apenas acabó me dio un beso en la frente y salió a trotar como todas las mañanas. Yo subí, me bañé y me puse el mismo vestido que me había puesto el lunes de la semana pasada. Serví un poco de café en mi termo, cogí las llaves del carro del percherito y salí. Estaba lloviznando. Inmediatamente pensé en Carolina. Se iba a mojar. Pero bueno, a ella no le importaba.

No le importaba. Era más guerrera que yo. Eso fue lo que me enamoró. Sonreí y me monté al carro. Me dio problemas para prenderlo como todos los días. Al quinto chancleteo encendió. No tenía tiempo que perder. Tenía una presentación con mi jefe. ¿Por qué será que aunque uno esté preparado igual se siente nervioso? Siempre me he preguntado eso. Arranqué. Cuando iba a doblar a la derecha por la primera esquina del barrio como todas las mañanas, vi que había un par de palomas en medio de la calle. No me preocupé por ellas. Saldrían volando, ese es el trato. Pero pasé y las palomas no volaron.

No volaron. Nada. No había palomas en el aire. Y contra todos mis instintos, volteé a mirar a ver si las había espachurrado con las llantas de mi carro. No estaban ahí. Ni vivas ni espachurradas. Lo siguiente que recuerdo es el golpe. Y que el corazón se me bajó hasta el estómago, generando un nudo apretado en mi garganta y un hueco profundo en mi pecho. Volteé a mirar por la ventana y vi una bicicleta volar por los aires. La miré hasta que cayó al piso. Luego miré el parabrisas. Sangre. Tanta sangre. No, mejor no prendo los limpiabrisas. No se vería bien. No me quiero bajar del carro. Esto tiene que ser un mal sueño. Bueno, ya, tengo que bajarme y lidiar con esto.

Lidiar con esto. Sí, eso era lo que tenía que hacer. Me bajé del carro y miré la bicicleta. O lo que quedaba de ella. Después miré a la derecha lentamente. Quería retrasar lo inevitable. Pero finalmente mis ojos llegaron a ese cuerpo inmóvil. Estaba aún más lejos del carro que la bicicleta.  No me explicaba cómo había llegado hasta allí, pero en verdad nunca fui bueno para la física. Me le acerqué, también lentamente. Los transeúntes que antes miraban aterrados ahora me miraban con rabia, por no ir tan rápido como se esperaría en esos momentos. Pero ya qué. Sus sesos estaban en el panorámico de mi carro. Y su cráneo. Y su sangre. Tanta sangre. Cuando estuve a dos pasos de ese pobre mortal, mi corazón bajó un poco más. Sentí cómo los ventrículos se desprendían por completo de mí mismo, dejándome para siempre como un muerto viviente. Era Carolina. Al parecer esa mañana había decidido salir en bicicleta. Lo último que vi antes de salir de la casa fue su casco rosado sobre la mesa de la cocina.

lunes, 15 de noviembre de 2010

EL DESASTRE

(Séptimo ejercicio de taller de narración: escribir un cuento con tema libre y darle tres finales diferentes)

Jugaba con una bolsita de azúcar mientras esperaba por ella. La mesera se le acercó a preguntarle si quería otra taza de café. El respondió que no con la cabeza y una sonrisa falsa. Tenía dolor de estómago. Haberse comido ese pie de frutos del bosque había sido un error. Siempre que estaba nervioso le daban ganas de cagar. Pero no podía. Odiaba los baños públicos. Más que nada por ser públicos. Y además porque le daba pena que la siguiente persona que entrara se diera cuenta de lo que acababa de hacer. Ella siempre le decía que no fuera bobo, que lo más probable era que nunca volviera a ver a esa persona, pero que en cambio los males que causa aguantar un cago sí le durarían para toda la vida. –De algo me tengo que morir- refutaba él cada vez.

Mientras estos pensamientos escatológicos revoloteaban en su cabeza, llegó ella. Estaba más arreglada que de costumbre. Eso le pareció sospechoso. -¿Será que sabe? Imposible. Si no le he dicho a nadie. Claro que las mujeres siempre se pillan esas cosas. Son como brujas – reflexionó mientras la saludaba. Ella se sentó e inmediatamente llegó la mesera que le había ofrecido café a él hacía unos minutos. Antes de preguntarle a ella qué quería, la mesera lo miró de reojo. Eso también le pareció sospechoso. Era como si ella también supiera. De pronto todas las mujeres del mundo sabían.

Ella pidió un café negro y un pedazo del mismo pie de frutos del bosque que él se había comido mientras la esperaba. Apenas se lo trajeron sintió cómo su estómago se retorcía. -¿Estás bien? Te pusiste verde como un muerto – dijo ella mientras masticaba un gran pedazo de pie. – ¿De qué hablas? Estoy bien – respondió él, algo prevenido. Ella le hizo cara de "uy mijito, ya no se te puede decir nada" y tomó un sorbo de café. Él seguía jugando con la bolsita de azúcar, que ya estaba a punto romperse. Los dos estaban callados. Era raro porque siempre tenían cosas de qué hablar, pero ese día era diferente. Todo estaba a punto de cambiar.

PRIMER FINAL
-Estás muy linda -él rompió el silencio. Ella le agradeció con una sonrisa. La bolsita de azúcar por fin se rompió. Los granitos transparentes se veían como diamantes miniatura regados por toda la mesa. Al ver ese hermoso desastre, ella lo miró y le sonrió con dulzura, luego cogió una servilleta, juntó todos los granos de azúcar al borde de la mesa y los echó sobre el plato en el que ya solo quedaban los rastros del relleno de su pie. Cuando terminó de limpiar puso su mano sobre la de él. –Aquí fue -pensó. Quitó su mano de debajo de la de ella, se la metió al bolsillo y sacó una cajita de terciopelo color uva. Creyó que al hacerlo se iba a cagar ahí mismo, sobre la silla del café donde se habían vuelto novios hacía cinco años. Pero pasó todo lo contrario. Sintió ese alivio que uno siente cuando caga después de haber aguantado mucho tiempo, como él lo había hecho tantas veces. Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de ella. Él tenía razón, ella sabía. Pero no importaba, había recogido su hermoso desastre con una dulce sonrisa en la boca. – ¿Nos casamos? – le preguntó.

SEGUNDO FINAL
- ¿Cómo te fue hoy? – preguntó él con la voz entrecortada. Ella suspiró hacia afuera y movió la cabeza de lado a lado. -Los dos sabemos para qué estamos aquí, entonces por qué no dices lo que tienes que decir de una vez – respondió ella y tomó un sorbo de su café a ver si con eso se disolvía el nudo que tenía en la garganta. La bolsita de azúcar por fin se rompió. Los dos miraron los granos transparentes regados por toda la mesa. Era un desastre. Pequeño, pero desastre al fin y al cabo. –Es el colmo –suspiró ella sin quitar los ojos de la mesa. El nudo de su garganta dejó escapar una lágrima que ella limpió antes de que rodara por su mejilla. Él la miró extrañado. No entendía nada. –Podrías haberme terminado en cualquier parte. No precisamente en el mismo sitio donde me pediste ser tu novia. No precisamente el día de nuestro quinto aniversario – después de decir eso ya no pudo aguantar más y rompió en llanto. Él empezó a jugar con otra bolsita de azúcar. No se acordaba que ese día era su aniversario. Ya no se acordaba ni de por qué le había pedido que fuera su novia. La mesera volvió a mirarlo de reojo.

TERCER FINAL
Cuando terminó de comerse el pedazo de pie que había pedido, se limpió la boca con la servilleta y le hizo señas a la mesera para que volviera. Cuando estuvo frente a la mesa le pidió una tajada del ponqué de chocolate que había visto sobre el mostrador al entrar. La bolsita de azúcar por fin se rompió. –Pensé que estabas haciendo dieta – dijo él sin calcular la gravedad de sus palabras. Ella lo miró a él, luego a los granos de azúcar sobre la mesa y luego otra vez a él. –Eres un desastre. Yo por lo menos solo soy gorda – en ese momento llegó la mesera con el ponqué de chocolate. Le había servido un pedazo muy grande. Antes de irse le picó el ojo a ella. A él lo volvió a mirar de reojo. –No dije que estuvieras gorda. ¿Pero sabes qué? Prefiero ser un desastre, flaco – no se sintió orgulloso de lo que acababa de decir pero al mismo tiempo hizo que se le quitaran las ganas de cagar. –Ay, hijo, por qué no más bien te callas y me traes otra bolsita de azúcar ya que decidiste romper la última-. La miró con odio, se paró de la mesa y miró alrededor. No había nadie más en el café. Encima del mostrador había un cuchillo. Estaba untado de la crema del ponqué de chocolate. –Sería poético – pensó.

sábado, 6 de noviembre de 2010

LA VIDA SIN USTEDES

(Sexto ejercicio de taller de escritura: Crear un cuento con diálogos inspirado en esta lectura: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/azathoth.htm)

Estaba acostado sobre su cama. Tenía los ojos abiertos. No parpadeaba. Hacía días que no dormía. ¿O eran años? Ya no lo recordaba. Su cuarto era pequeño. Tanto, que a veces sentía que cada día las paredes se movían un centímetro hacia adelante y que un buen día iban a terminar por aplastarlo, como pasaba en las películas de miedo que tanto le gustaba ver cuando todavía podía dormir. De repente entreabrió la boca.

-Los extraño -susurró sin ganas.

-Lo sabemos.

-Trato de encontrarlos cada vez que miro por la ventana, pero ya nunca están. ¿A dónde se fueron?

-Más cerca de lo que piensas.

-Donde sea, quiero estar allá. Llévenme con ustedes. Todo volverá a ser como antes, lo prometo. Como cuando nos acostábamos a soñar bajo el árbol del parque en primavera.

-No podemos.

-Pero, ¿por qué? ¿Yo qué les hice para que me hayan abandonado así? ¿Saben que no duermo hace días? Tal vez ya son años.

-No es nuestra culpa.

-Entonces, ¿de quién?

-Eso no lo sabemos.

-Esa es solo una manera cobarde de decir que es un poco mi culpa –suspiró entre resignado y furioso.

-Tal vez lo es un poco.

-Pero si me llevan con ustedes, cambiaré. Me portaré bien. ¡Lo juro! Por favor, voy a morir si sigo así. Y si no muero, entonces terminaré yo conmigo mismo y eso sí será su culpa –escupió entre dientes.

-No nos amenaces.

-No es una amenaza. Es la verdad. Si no me llevan con ustedes voy a tirarme por mi estrecha ventana. Las paredes grises de estos rascacielos me verán caer como me han visto caer ustedes tantas veces, solo que esta vez, no despertaré antes de chocar contra el suelo –gritó mientras las lágrimas salían de sus ojos, rodaban por su sien y mojaban la funda de su almohada.

-Te va a doler.

-No me importa. No puede ser peor que vivir sin ustedes.

En ese momento, sus lágrimas se convirtieron en un profundo llanto.

-También nosotros te extrañamos –susurraron con voz triste.

-Por favor, los he buscado por miles de días, o acaso, ¿ya son años? No es justo.

-La vida no lo es. Lo sabes.

-Saber eso no me sirve de nada en este momento. Entre la muerte y la vida sin
ustedes, prefiero la muerte. En esa por lo menos podré dormir.

-¿Por qué estás tan seguro?

-No lo estoy. De lo que sí estoy seguro es que la muerte debe ser más piadosa que ustedes.

-Puede ser. También puede que no.

-Ya lo averiguaré. Y cuando sea yo el que me vaya, son ustedes los que me van a extrañar. Y seré yo quien los verá llorar. Ya me lo imagino. La muerte y yo burlándonos de ustedes antes de ir a tomar la siesta.

Se paró de la cama lentamente, mientras secaba las lágrimas de su rostro. Caminó dos pasos hasta la silla que estaba frente a su escritorio y se paró sobre ella. Del techo colgaba una soga. Estaba ahí hacía días, ¿o tal vez años?, ya no lo recordaba. Se la puso alrededor del cuello y saltó sin dudar. Su cuerpo se balanceó como un péndulo y al notar que incluso muerto no podía cerrar los ojos, ellos se acercaron y se los cerraron.

-Estuvimos aquí todo el tiempo. Eras tú el que no nos dejaba salir -murmuraron en su oído, antes de salir por la ventana.

martes, 2 de noviembre de 2010

VIEJA HIJUEPUTA

(Quinto ejercicio de taller de escritura: contar un robo desde el punto de vista del ladrón)

Vean a esa vieja hijueputa repartiéndole pan a las palomas y uno acá cagado del hambre. Fijo voy y le pido y no me da ni una borona. Parce, qué hambre tan hijueputa y yo sin un peso ni pa’ una papeleta. ¡Ja! Esa paloma casi se le caga encima a ese man. Ututuy, ese chino de allá tiene ganas de que le quite ese aipol tan bonito. Apenas vaya a cruzar la calle me le mando. Señor, señor, una monedita que tengo hambre. Ah, pirobo hijueputa. ¿Será que mejor me le robo el celular a esa viejita que está haciendo abdominales? Está ahí pagando encima de esa banca. Uy no, la pobre abuelita. Hasta se parece a la cucha. Bueno aquí fue. Mejor le saco el chuzo a esta gonorrea, que tiene cara de alzado. !Bájese de la billetera mono, pero ya! El aipol también, ¿qué creyó? Fresco chino, no llore, que si me da todo yo no le hago nada. Vea, tenga sus papeles pa’ que no diga que no lo ayudo. ¿Usted qué pirobo, qué mira? Eso, siga caminando mejor. Ojalá el Peluza esté todavía por la Plaza a ver si me vende una papeleta. Vean a esa vieja hijueputa dándole pan a ese perro. Piroba.

DESDE LA CANDELARIA HASTA UNICENTRO

(Quinto ejercicio de taller de escritura: contar el mismo robo desde el punto de vista de una paloma)

Estoy mamada. Claro, es que ya llevo volando desde Lourdes. Me acuerdo cuando era joven y podía irme desde la Candelaria hasta Unicentro sin parar. También tengo ganas como de cagar. Listo. Agh, no le di al man. Le hubiera a apuntado a esos viejitos que están haciendo abdominales allá. No mentiras, qué pecadito, todos viejitos. Uff, allá veo a una señora echándole arroz a otras amigas. No tengo tanta hambre pero qué importa, voy a bajar allá a ver si descanso y como un poquito. Hmm, ese man de allá se ve como sospechoso. Tiene pura cara de querer atracar a ese chino que va escuchando música en el iPod. Hola, hola chicas. ¿Cómo está la comidita? ¡Uy! ¿Esta señora está dando pancito también? Está bueno. ¡Ay! ¡Vean! ¡Vean a ese choro atracando a ese chino! Yo lo canté desde arriba. Es que yo ya me los conozco. En la Plaza de Bolívar he visto más atracos que granos de maíz, con eso les digo todo. Eso allá es caliente. ¡Ay bendito! Ese chuzo está bien oxidado. Ojalá el chino no sea bobo y le entregue todo. Esos bazuqueros son de temer. Y vea ese otro tipo pasándole ahí al lado y no hace nada. Ush, la gente sí es que es el colmo. Claro que a mí tampoco me darían ganas de ayudarle a ese chino todo emo. Ay no, qué pecadito, se puso a llorar. ¡Pilas, pilas chicas que allá viene un perro y se nota que tiene hambre! Yo mejor me abro de acá que todavía estoy lejos de Unicentro.