jueves, 10 de septiembre de 2009

LAS PRIMERAS QUE NO LO SON

Desde pequeña, gracias a una seria adicción a la televisión que ha probado ser más fuerte que cualquier intento de rehabilitación, siempre soñé que mi primer beso sería de película. Literalmente. Creía que un hombre guapo, preferiblemente (me disculpo de antemano y aclaro que mis gustos han cambiado radicalmente desde entonces) Lorenzo Lamas, correría hacia mí por Central Park, me tomaría en sus brazos y me besaría apasionadamente, el mundo daría vueltas a nuestro alrededor y, por culpa de mis hermanas que la cantaban todo el tiempo, sonaría “Is it okay if I call you mine” de Paul McCrane en el fondo.

Podrán imaginarse mi decepción el día en que, de hecho, recibí mi primer beso. Claramente quien me lo dio no fue un hombre sino un niño, que no tenía los músculos del Renegado, ni sus tatuajes, ni su Harley (de nuevo, pido disculpas); el escenario fue uno de los auditorios del centro de convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada y por lo que era una fiesta en Bogotá City y no en New York City, la banda sonora fue una canción de Rikarena o ¿sería de Proyecto 1? En todo caso, fue la absoluta antítesis de romanticismo si alguna vez hubo una. Lo único que sí sentí fue que el mundo daba vueltas a mi alrededor, eso porque el beso fue tan baboso que me sentí rebotada. En dos palabras y como bien lo dijo el burro de Shrek: fue horrible. Pero lo peor fue lo que vino después, cuando me invadió un pensamiento tenebroso: “¿Qué pasaría, si por alguna razón genética, cultural, mental o espiritual, yo fuera una persona a la que no le gustaran los besos?”

Estuve preocupada un tiempo, hasta que empecé a pensar de manera más práctica, como también desde pequeña suelo hacerlo. Esta fue la conclusión a la que llegué: los besos están sobrevalorados. La gente los da indiscriminadamente, a personas que acaban de conocer, para saludar, para despedirse, los mandan por teléfono, y alguno que otro cursi, los manda en el aire, esperando que alguien los reciba en su mano derecha y se los lleve al corazón. ¿Qué tan importantes pueden ser en realidad? Eso pensaba tratando de calmar mi angustia.

En verdad, lo que más me atormentaba, era que así como siempre había soñado que mi primer beso sería cinematográfico, también pensaba que al cerrar los ojos y por toda la eternidad, lo iba a recordar en 35 mm y Dolby 5.1 Surround Sound. Y así fue, sólo que en lugar de una comedia romántica, la que se proyectaba en mi cabeza (en loop) era la escena de una película de terror, de bajo presupuesto, cabe anotar. Eso jamás iba a cambiar y me sentí como se siente uno durante los créditos de “Titanic”. Al que le haya gustado, me entiende. Y al que no, también.

Pasó un buen tiempo antes de que volviera a besar. Cuando lo hice, a veces me gustó, a veces no, a veces ninguna de las dos, pero todas las veces besar me pareció, más que nada, aburrido e inútil. Pero un buen día, en el bus del Politécnico Grancolombiano (y esto es lo que más le tengo que agradecer a esta bella institución), conocí a un niño… diferente a todos los que conocía. Leía libros de Henry Miller y citaba a Bukowsky, conocía palabras que yo jamás había escuchado y las incluía de manera inteligente en una conversación coloquial, le apasionaban el cine y el jazz, escribía cuentos desesperados y poemas llenos de saudade. Esa palabra la aprendí de él. Pero lo mejor no era que fuera un artista atormentado con delirio de grandeza, no, lo mejor era que estaba enamorado de mí, como sólo un artista atormentado con delirio de grandeza podía estarlo.

Así que otro buen día y después de mucho dudarlo, decidí besar a ese niño que me robaría el corazón (para luego apuñalarlo hasta dejarlo irreconocible). No era un galán, mas bien se parecía a uno de los protagonistas del “Planeta de los Simios”, seguía estando en Bogotá City, esta vez en la residencia estudiantil un poco sórdida donde él vivía, ni siquiera hubo música de fondo y, sin embargo, fue exactamente como siempre lo soñé. Miento, ni siquiera en el cine había visto un beso como ese.

La razón era que por fin, después de tantos años e intentos fallidos, había hecho una verdadera conexión y mientras duró ese beso, y muchos de los que vinieron después, supe lo que era estar en perfecta sincronía con otro ser humano. Era como si adivinara cada movimiento para que los suyos coordinaran perfectamente con los míos, como en esa película en que Mel Gibson oye lo que piensan las mujeres. Allí, en ese cuarto de residencia estudiantil un poco sórdida, en el que jamás pensé que a una chica gomela como yo le pasaría algo relevante (o simplemente algo), entendí que el amor no son las mariposas que revolotean en el estómago. El amor es ese lazo invisible que nos une, a todos, y que nos hace sentir que somos indispensables para alguien más, que tenemos un lugar en el mundo, que no estamos solos. Allí, en ese cuarto de residencia estudiantil un poco sórdida, ese niño de chaqueta anaranjada (que odié hasta el día en que terminamos), me mostró ese lazo, y por unos segundos, tuve una epifanía, de esas que duran poco, pero que explican para qué estamos aquí. Y por qué.

Ese fue mi primer beso, aunque la lista minuciosa que llevo en una agenda con portada de mariposas diga lo contrario. No me importa, tengo mi momento de película, en cámara lenta y todo. Ese es el que rueda en mi memoria. Porque las primeras, a veces, no lo son. Y a veces, así es mejor.

THE END

THE FIRST ONES THAT AREN'T

Ever since I was a little girl, due to a serious addiction to television, which has proven to be stronger than any attempt at rehabilitation, I always dreamt my first kiss would be… like from a movie. Literally. I thought a handsome man, preferably (I apologize beforehand and clarify my taste in men has radically changed since then) Lorenzo Lamas, would run to me through Central Park, sweep me off my feet and kiss me passionately, the world would spin around us and, because my sisters used to sing it all the time, Paul McCrane’s “Is it okay if I call you mine” would play in the background.

You can imagine my disappointment the day that I actually got my first kiss. Clearly, who gave it to me was not a man but a boy, who didn’t have the Renegade’s muscles, or his tattoos, or his Harley (again, I apologize); the setting was one of the auditoriums of a local event place, and because we were in Bogotá City and not New York City, the soundtrack was some cheezy salsa song. It was the absolute antithesis of romance if there ever was one. The only thing I did feel was the world spinning around me, that because the kiss was so slimy I actually felt sick to my stomach. In three words and just how Shrek’s Donkey put it: it was horrible. But the worst actually came after, when a spooky thought invaded my head: what if I was a person who, for a genetic, cultural, mental, or spiritual reason, didn’t like kissing?

I was worried for a while, until I started thinking more pragmatically, like I also do ever since I was a little girl. This was the conclusion I reached: kisses are overrated. People give them indiscriminately, to people they just meet, to say hello, to say good-bye, they send them over the phone, and the corny ones blow them in the air, expecting someone to receive them in their right hand and take it to their hearts. How important can they be? I mean, really. That’s what I thought trying to calm my angst.

Actually, what tormented me the most was that, just like I always dreamt that my first kiss would be cinematic, I also thought that whenever I closed my eyes and for eternity, I would remember it in 35 mm and Dolby 5.1 Surround Sound. And I did, the thing was that instead of a romantic comedy, what played in my mind (in loop) was the scene from a horror movie, a low budget one I might add. That would never change and I felt the way you feel during Titanic’s final credits. The ones who liked it get me. The ones who didn’t… get me too.

A long time passed before I kissed again. When I did, sometimes I liked it, sometimes I didn’t, sometimes neither, but every time, kissing seemed to me, more than anything, dull and useless. But one good day, on the bus to my university (and for this, more than any education, I thank that fine institution), I met a boy. A different boy. He read Henry Miller and quoted Bukowsky, he knew words I had never heard before and intelligently included them in a colloquial conversation, he was passionate about film and jazz, he wrote desperate stories and poems filled with nostalgia. That word I learned from him. But the best thing wasn’t that he was a tormented artist with a delirium of greatness, no, the best thing was that he was in love with me the way only a tormented artist with a delirium of greatness could be.

So, on another good day and after much thought, I decided to kiss that boy who would steel my heart (to then stab it to death). He wasn’t what you would call a hero, he actually kind of looked like one of the characters from “Planet of the Apes”, we were still in Bogotá City, this time in the sordid student residence where he lived, there wasn’t even music and, in spite of that, it was exactly like I always dreamt it. I lie, not even in a movie had I seen a kiss like that.

The reason was that finally, after so many years and failed attempts, I had made a true connection and for the duration of that kiss, and many of the ones that followed, I knew what it was like to be in complete sync with another human being. It was like he guessed my every movement so that his would coordinate perfectly with mine; like in that movie Mel Gibson hears what women think. There, in that sordid student residence room, where I never thought a girl like me would ever experience something relevant (or simply something), I understood that love is not the butterflies flying in your stomach. Love is that invisible thread that joins us, all of us, making us feel that we are indispensable to someone else, that we have a place in the world, that we are not alone. There, in that sordid student residence room, that boy in the orange jacket (which I hated until the day we broke up), showed me that thread, and for a few seconds, I had an epiphany, the kind that lasts a few seconds, but that makes us understand why we’re here. And why.

That was my first kiss, even though the meticulous list I have in a notebook with a butterfly cover says otherwise. I don’t care; I have my movie moment, in slow motion and everything. That’s the one that plays in my head. Because sometimes, the first ones, aren’t. And sometimes, it’s better that way.

THE END

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