lunes, 14 de septiembre de 2009

DE MILLONARIO, NO MUCHO

Viernes 14 de Septiembre de 2001. Recuerdo la fecha exacta porque el martes anterior, dos aviones chocaron contra las Torres Gemelas. Cuando desperté esa mañana, prendí el televisor y en tiempo real, vi al segundo de ellos atravesar esa gran estructura que ya jamás iba a conocer. Cuando llegué a la universidad, había un silencio solemne. La gente se miraba aturdida, como si después de mucho tiempo, se sintiera parte de esa humanidad agobiada y doliente de la que hablan las novenas. En ese momento supe que no sería una buena semana.

Hacía 15 días estaba saliendo con un piloto de 26 años. Para mí, que tenía apenas 19 y estaba en tercer semestre de universidad, él era el potencial padre de mis hijos. Y eso que nunca he querido tenerlos. Hacía más o menos lo mismo y después de un exhaustivo ahorro, había logrado comprarme una chaqueta de jean que quería hacía meses. Todo estaba yendo, como dice el dicho, viento en popa. Hasta ese viernes.

Como deberían hacer todos los hombres del mundo, el piloto, como seguiré llamándolo de aquí en adelante, me llamó el jueves a invitarme a comer al día siguiente. No de rumba, porque tenía vuelo a Buenos Aires el sábado. Súper play. Me puse unos jeans, un saquito gris cuello tortuga y, por supuesto, mi chaqueta nueva. Me recogió muy puntual, entró a mi casa y saludó a mi mamá, como todo un gentleman, cosa que no pasa seguido con los de 20. Cuando salimos de mi casa, ella seguramente empezó a planear la boda. Me llevó a comer a un restaurante en la Macarena, hablamos cosas de adultos y, como no tenía la menor duda, me invitó a todo. Menos mal porque en mi billetera, como era costumbre, solo tenía 5,000 pesos. Siempre la sacaba y hacía el amague de contribuir a la cuenta, rogándole a Jesús y a todos sus santos, que al chico se le saliera su macho alfa y se ofendiera ante la sola intención.

Cuando fueron las once, me llevó a mi casa. Hasta ahí, todo bien. Estábamos a una cuadra de mi hogar cuando decidimos parar frente al parque para que él me mostrara un disco de Pearl Jam que tenía y, obviamente, para darnos besos sin temor a que alguno de mis padres se asomara por la ventana y viera lo que un progenitor jamás debe ver. Ya terminada la sesión y mientras buscaba el tal CD, vi por la ventana del piloto, a un hombre caminando por el parque, dirigiéndose con mucha propiedad hacia nosotros. Recuerdo que tenía una cachucha negra con rojo y una chaqueta de jean muy desteñida, y que al verlo, sentí miedo. “Qué susto” dije, ante lo que el piloto levantó la mirada, para ver qué me pasaba. Nunca olvidaré el terror que invadió su cara cuando vio que en mi ventana ya había dos hombres apuntándonos.

Lo que vino después es confuso. Los hombres abrieron las puertas del carro. Le pegaron al piloto con la cacha del arma. Le abrieron una herida en la cabeza. Nos pasaron para el puesto de atrás. El piloto iba en la mitad con su cabeza en mis piernas, la mía sobre la de él, y el arma de uno de los hombres enterrada en  la mía. El carro echó a andar. Intenté recorrer el camino en mi mente, pero iba tan rápido que perdí el norte.

El piloto suplicaba, de manera incesante y nerviosa, que no nos hicieran nada, lo cual terminó por desesperar, no sólo a los malandros, sino a mí también. “Cállese o lo mato” amenazó el que me apuntaba. Se lo decía a él pero la cabeza en juego era la mía. El que manejaba, el jefe, nos repetía que tranquilos, que no nos iba a pasar nada, que sólo necesitaban el carro para hacer una “vueltica”, que pasáramos las billeteras y las claves de las tarjetas. Como dije antes, en mi billetera sólo tenía 5,000 pesos y mi cédula. Hacerme un paseo a mí era posible, millonario, no mucho. El piloto, que por ser un profesional asalariado tenía más que perder, dudó unos segundos, en ese momento años, en dar la secreta información, pero ante la presión de grupo, en la que hasta yo me incluí, por fin la dio. La verdad, no me acuerdo si paramos por ahí o no, sólo sé que de un momento a otro, el jefe me hablaba era a mí. Por razones que mi usual nerviosismo desconoce, el pánico me llenó de lucidez. Él lo notó.

Después de un recorrido, no sé si largo o corto, el carro se detuvo y nos hicieron salir. Estábamos en una carretera destapada. Al lado izquierdo había un alambre de púas que prevenía el paso hacia una zanja, al otro, muchos matorrales. El jefe y el que me estaba apuntando se fueron en el carro. A nosotros nos dejaron ahí con el que iba en el puesto del copiloto. Era un gordo canoso y con bigote. No recuerdo su cara. La de ninguno, especialmente la del que me amenazaba de muerte con su mano temblorosa. El gordo nos hizo pasar bajo el alambre de púas, en el que quedó atrapada la bufanda amarilla del piloto, lo cual no me pareció del todo mal. Cuando los tres estábamos al otro lado, nos hizo sentarnos, separados. “Bajemos más” dijo después de unos segundos. Lo hicimos y al llegar nos dejó sentarnos juntos pero sin hablar. A lo lejos se oía el llanto de un niño y un televisor prendido. Cerca de allí, donde dos personas estaban pasando el peor momento de sus vidas, una familia disfrutaba una noche tranquila en su hogar. Nunca como ese día, quise tanto estar en el mío, pero como siempre hacía de chiquita cuando estaba intranquila o aburrida en algún lugar, me repetí en silencio y mil veces: “esta noche duermes en tu casa, esta noche, duermes en tu casa”.

El hombre tenía una pistola. Grande. Plateada. Brillante. Era difícil creer que la diferencia entre mi vida y mi muerte se viera tan bonita bajo la luz de la luna. Esta visión era interrumpida por la grave condición del sistema digestivo de nuestro captor, que lo hacía eructar y tirarse pedos con una frecuencia realmente preocupante. Y aunque eso me daba ganas de reír, el pensamiento que verdaderamente invadía mi cabeza era otro: iba morir. Ahí. En una zanja. Víctima de un balazo en la cabeza. O quién sabe dónde. Casi podía ver los titulares en El Espacio. Iba a morir. Estaba segura de que iba a pasar. Y esa certeza, más que asustarme, me llenó de una profunda decepción. No podía creer que mi muerte iba a ser lo más interesante que me pasara en la vida. Estaba pensando eso, cuando sonó el celular del gordo pedorreo. Y en ese silencio, alcancé a escuchar lo que le decía el jefe al otro lado del teléfono: “Déjelos ir”. Asumí que ya habían hecho su vueltica, no quiero pensar qué fue, y ya no necesitaban retenernos más tiempo. Por la razón que fuera, la luz al final del túnel se acababa de apagar.

Nos dijo que esperáramos ahí una media hora, hasta que creyéramos que ya se había ido. Antes de irse le robó el reloj al piloto y a mí, la chaqueta de jean nueva. Suena ridículo y me hace ver superficial, pero eso fue lo que más rabia me dio. Cuando asumimos que había pasado el tiempo indicado, salimos de la zanja. La bufanda todavía estaba engarzada en las púas del alambre. Empezamos a bajar la montaña por donde asumimos que habíamos llegado, sin tener la menor idea de dónde estábamos. De repente, vimos un edificio muy sofisticado. Como náufragos cuando ven un barco, así nos sentimos en ese momento. Nos acercamos y miramos la dirección. Estábamos en la 128, arriba de la Boyacá, donde vive la gente pudiente de esta ciudad, que disfrutaba una noche tranquila en su hogar, mientras dos personas pasaban el peor momento de sus vidas, muy cerca de allí.

No sé si a los celadores se les prenden las ínfulas de sus jefes o ellas hacen que se vuelvan antipáticos, el caso es que en diez edificios se rehusaron a prestarnos un teléfono. “Eso pasa por acá todo el tiempo” se disculpaban. El número once, al vernos embarrados, sin chaquetas, caminando en el frío del amanecer bogotano, y pálidos del susto, se apiadó de nosotros. Tampoco recuerdo su cara, pero para siempre le estaré agradecida. Él nos ayudó a llamar un taxi y nos fuimos a mi casa.

En el recorrido nadie habló. Parece que las situaciones extremas pueden unir a dos personas permanentemente, o separarlas de manera inevitable. Cuando llegamos a mi casa, mi mamá estaba asomada por la ventana. Sabía que algo malo había pasado. No era por la hora, porque a esa edad acostumbraba a llegar de madrugada los fines de semana. Era su sexto sentido de madre. Ese día comprobé que sí existe. El piloto llamó a su mamá, puso sus denuncios, y durante el abrazo de despedida, me dijo que se sentía orgulloso de mi valor. En ningún momento grité ni lloré, como se esperaría de una cuasi adolescente, de cualquier persona, en una situación como esa. Y conste que lloro hasta en Shrek. En ese momento, yo no podía decir lo mismo. Ahora entiendo mejor que cuando a un hombre le pasa eso con una niña, el terror se debe multiplicar.

Salimos un par de veces más y la verdad no recuerdo cómo se terminó. Tal vez porque no me importó. O porque no quería en mi vida una presencia que detonara el peor de los recuerdos en mi memoria. Ahora cuento la historia y siento como si le hubiera pasado a alguien más. Como si la estuviera repitiendo en una especie de ejercicio de tradición oral. El único momento en que se vuelve real es cuando me dejan sola entre un carro. Tengo que salirme. Ese es el trauma que me quedó. No me puedo quejar porque mi muerte, no es un titular del espacio y el paseo millonario, no es lo más interesante que me ha pasado en la vida.

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