jueves, 24 de septiembre de 2009

FLORES COLOR NARANJA

Cuando era niña sembré un Cayeno con mi papá en el jardín de la casa. Dio flores color naranja. El día en que perdí el gusto por los árboles y los cuentos de hadas, el Cayeno se volvió el recuerdo de una buena infancia que mis papás inventaron para mí. Yo creí en ella, porque los niños creen, porque no saben lo mal que sabe no creer. O tal vez porque lo saben.

Mi pasado es el mejor regalo. Los mejores regalos no se pueden empacar y poner bajo el árbol de Navidad. No se adornan con cintas de colores ni llevan tarjetas de parte del Niño Dios, que por algún motivo escribe igual a mi mamá. El mejor regalo es una mentira bien tejida, como las trenzas que me hacían antes de ir al colegio, porque esconden realidades que almuerzan atún con jugo de mora. Se que lo probé mil veces, pero no recuerdo que supiera mal.

La curiosidad arranca las mentiras como dientes flojos. Las amarra con un cordón a la puerta y cierra sin piedad. No duele, pero asusta. Es un miedo que hace hiperventilar, igual al que sentía cada vez que  mi mamá me sacaba los dientes de leche para que no me los comiera con el brócoli y se quedaran para siempre en la boca de mi estómago, acompañando el diamante de su argolla que me hace la más valiosa de sus hijas.  Mis dientes de leche reposan al fondo de una cajita de lata, con las marquillas de tela que llevan mi nombre escrito en letra pegada. La cajita está en un secreter, enterrada bajo papeles ilegibles y un teléfono dañado que jamás se mandó a arreglar. Mis dientes de leche no hacen parte del collar de un ratón que me dejaba dulces bajo la almohada. Pero son los dulces, lo dulce, lo que recuerdo.

No se debe guardar evidencia de las mentiras. Algún curioso la puede encontrar. Yo siempre guardo la evidencia de las mías, para no creerme algunas y para recordar que en alguna cavidad, entre el corazón y los pulmones, enterrado bajo papeles ilegibles y un teléfono dañado, está mi gusto por los árboles y los cuentos de hadas.

Tampoco las tristezas se deben guardar, se convierten en un nudo ciego hecho del material de los tumores. Se aloja en la garganta.  En una cajita de lata guardo mis tristezas, las que empezaron como sonrisas blancas y esmaltadas y luego se convirtieron en lágrimas de agua salada. Aún las siento rodar por mi cara y mojar la manga de mi saco. Guardo las lágrimas. Las que vi salir por felices y por tristes, las que vi salir a la tienda por leche y huevos y jamás regresar. Se convirtieron en ese vapor caliente que hace suspirar y doler el pecho, que le permite a los fantasmas escribir mensajes en el espejo empañado del baño. Vuelven a ser lágrimas cuando hace frío y se van por el sifón.

Alguien con mala suerte y algo de seso dijo: mal de muchos, consuelo de tontos. Todos sufrimos del mismo mal, todos somos unos tontos. Somos la evidencia de una mentira, de muchas mentiras. Lo importante es que estén bien tejidas, como las trenzas que me hacían antes de ir al colegio, porque la realidad puede matar más rápido que un infarto fulminante.

No se cuándo muero o si mi muerte estará hecha del material de los tumores. Creo que mi vida debe fugarse por la boca de mi estómago: hogar de piedras preciosas, yacimiento de carcajadas, víctima de penas y jugos gástricos, testigo presencial de una buena infancia, de una buena vida, que mis papás inventaron para mí.

Mi pasado es el mejor regalo. Mi regalo es el mejor presente. Está sembrado en el jardín de mi casa. Creció como un Cayeno cuyas raíces llegan a mis ventrículos y hacen brotar de mi corazón flores color naranja. De esas que nunca se marchitan.

ORANGE FLOWERS

When I was a little I planted a Cayenne tree with my dad in the front yard. It had orange flowers. The day I lost my taste for trees and fairy tales, the Cayenne became the memory of a good childhood my parents made up for me. I believed in it because children believe, because they don’t know how bad it tastes not to. Or maybe because they do.

My past is the best present. The best presents can’t be wrapped or put under the Christmas tree. They can’t be decorated with fancy bows and don’t have cards that say they’re from Baby Jesus, who, for some reason, has my mom’s exact penmanship. The best gift is a perfectly woven lie, because they hide realities that have canned tuna and blackberry juice for lunch. I know I had it a thousand times too many, but I don’t remember it tasting bad.

Curiosity rips lies out like baby teeth. It ties them up to the doorknob with a string and closes it, mercilessly. It doesn’t hurt, but it scares. The kind of fear that makes you hyperventilate, just like the one I felt every time my mom took my baby teeth out, so that I wouldn’t swallow them with my broccoli and end up in the pit of my stomach, keeping my mom’s engagement ring’s diamond, which makes me the most valuable of her daughters. My baby teeth lie at the bottom of a little tin box, along with the name tags my mom used to put on my school uniform. The box is in a writing desk, buried under illegible papers and a broken phone that never got fixed. My baby teeth are not part of the necklace of a mouse, whose husband used to leave candy under my pillow. But it’s the candy, the sweetness, what I remember.

You must never keep the evidence of your lies. Someone curious may find it. I always keep the evidence of mine, so that I don’t end up believing them, and to remember that in some cavity, between my heart and lungs, buried under illegible papers and a broken phone, lives my taste for trees and fairy tales.

You must not keep your sorrows either, they turn into a tight knot made of tumor. It lodges in the throat. In a little tin box I keep my sorrows, the ones that started as white and enameled smiles, to then turn to salty tears. I can still feel them roll down my face and wet the sleeve of my sweater. I keep the tears. The happy ones. The sad ones. The ones that went out for milk and eggs and never came back. They turned into that hot vapor that makes your chest hurt and allows ghosts to write messages on the bathroom mirror. It turns into tears again, and goes down the drain. 

Someone people find consolation in the fact that they are not the only ones with a certain problem. A wise man said those people are fools. We all have the same problem. We are all fools. We are the evidence of a lie, of many lies. The important thing is that they are perfectly woven, because reality kills faster than a heart attack.

I don’t know when I'm going to die, or if my death will be made of tumor. I think my life should escape through the pit of my stomach: home of precious stones, victim of sorrows and gastric juices, witness of a good childhood, a good life, that my parents made up for me.

My past is the best gift. My gift is the best present. It is planted in my house’s front yard. It grew as a Cayenne tree whose roots arrive at my ventricles and make orange flowers blossom from my heart. The kind that never wither. 

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