jueves, 24 de septiembre de 2009

DOLORES Y EL INCIDENTE DE LA LECHE (Inspirado por el tango "Loca" de Antonio Viergol)

La segunda canción que su papá le enseñó después de “Besos y Cerezas” fue “Loca”. Desde los tres años se pasaba tarareándola hasta que empezó a convertirse en el alma de la casa. Llegó un momento en que incluso cuando callaba, la melodía seguía sonando entre murmullos. Emanaba de cada rincón, como si las paredes, el techo, la mecedora de su padre, la hubieran aprendido y ya no soportaran el silencio. Su madre siempre le decía que no la cantara, que era canción de vagabundas, pero Dolores ya no podía parar. ¿Cómo vivir arrancándole un órgano vital al cuerpo? De vez en cuando su padre la acompañaba y era en esos instantes que mejor sonaba. Él se la había enseñado por una razón.

La noche de su nacimiento, mientras dormía, don Rodolfo empezó a oír en sueños esas palabras que había escuchado tiempo atrás. “Loca/ me llaman mis amigos/ que sólo son testigos/ de mi liviano amor...” Cada segundo sonaba más fuerte, tanto que lo despertó. Mas la onírica tonada no cesó con el abrir de sus ojos. Por el contrario, se hizo más clara, más profunda. Empezó a buscar por todo el cuarto la fuente de esta música de ensueño. Tenía que estar cerca. Volteó a mirar a su esposa que dormía plácidamente como suele hacerse en las noches de octubre. Su preñada barriga estaba completamente descubierta, vibraba al ritmo de la canción y del ombligo salía un vapor blanco, denso y con olor a lluvia, a través del cual se veían las ondas viajar y confundirse en su propia espesura.


En medio del desconcierto, su padre contempló este vaticinio prenatal hipnotizado. Cuando el reloj marcó las nueve y treinta y siete la música paró y doña Gertrudis despertó gritando: “¡Va a llover!” En ese instante rompió fuente. Don Rodolfo seguía inmóvil, con los ojos fijos en la barriga de su mujer y la boca ligeramente abierta. “Tengo que decirlo Rodolfo, a veces, no sé si eres tonto o te haces sólo para molestarme. Si no lo has notado, estoy a punto de parir a tu hijo, así que corre, despierta a todo el mundo y dile a Bruno que busque al doctor Plinio. ¡Ahora mismo!” Tras parpadear un par de veces, Don Rodolfo salió del cuarto corriendo. Doña Gertrudis siguió gritándole mientras se acariciaba la panza con movimientos circulares: “Y tráeme la cobija que le tejí a mi príncipe. Debe estar colgada en el patio. ¡La mandé a lavar así que no la vayas a arrastrar por el piso!”



Después de unos minutos, en desorden y apresuradamente, don Rodolfo entró al cuarto acompañado de Jacinta la cocinera, Mariela la lavandera, Bruno el jardinero y el doctor Plinio, por quien doña Gertrudis siempre había sentido un especial afecto en el más femenino de los sentidos. Cada vez que él le decía “señora”, ella le suplicaba que la llamara por su nombre de pila, que nunca se había sentido como una “señora” en realidad. Hombre respetuoso y de muy buena cuna, el doctor simplemente soltaba una tímida sonrisa que ocultaba una leve incomodidad y un profundo desagrado: “Como usted diga señora Gertrudis, como usted diga.” A don Rodolfo no le importaban los evidentes coqueteos de su mujer. Menos aún desde que había quedado embarazada. “No importa cómo te llamen, gordita. Es ella quien te une a mí. Es ella quien nos hace una familia.” Siempre que su marido se refería al bebé como “ella”, a doña Gertrudis le temblaba la quijada de rabia y lo corregía diciendo que desde el primer momento había sentido que era un varón y que nunca se puede negar la conexión que hay entre una madre y su hijo. Aquellos que no conocían la historia, no entendían cómo don Rodolfo, un hombre dulce y apuesto, había terminado con alguien que podía considerarse su perfecto antónimo. La respuesta, una deuda de juego. Don Rodolfo papá apostó la soltería de su hijo en una noche de copas y mala suerte. De lo contrario, doña Gertrudis seguramente se habría quedado solterona, que era la peor vergüenza que su padre podía imaginar. Ya había tenido suficiente con que fuera fea.

El doctor Plinio empezó a sacar los implementos necesarios de su maletín: “¿Será cierto que hoy sí va a nacer el retoñito? En todos mis años de practicar medicina, nunca había conocido un bebé tan reacio a nacer.” Y es que quién quiere dejar un lugar donde no hay sufrimiento, ni superficies peligrosas, ni miedo. Un lugar donde siempre hace calor, donde no se siente hambre, donde cada día y cada noche se concilia el sueño al ritmo de los latidos del corazón de una madre. Un lugar tan seguro, tan tranquilo, tan lleno de esperanza. Y vida. Dolores nació de nueves meses y tres semanas. En el momento en que la pequeña criatura cruzó el estrecho paso de su primigenio hogar a este mundo de mortales, la canción se reanudó. “Loca/ ¿Qué saben lo que siento/ ni que remordimiento/ se oculta en mi interior?” La música viajó por los corredores de la casa, salió por la puerta principal y como la neblina, intrusa, se dispersó por todo el pueblo. Lentamente, todos dejaron de hablar y de moverse y de respirar para poder escuchar mejor este canto cuyo coro era el llanto mudo de la recién nacida. Pero todo momento de verdadero éxtasis acaba súbitamente: “¡Callen esa música de burdel! gritó su madre. El trance colectivo se rompió.

Aún estaba en brazos del doctor Plinio cuando todos volvieron en sí. Todos menos él. Estaba embelesado con la criatura, sentía que no quería soltarla, que su felicidad se había materializado en ella. Nadie lo supo, pero en ese momento el joven médico, soltero de nacimiento y por convicción, se había enamorado por primera y última vez. “¡Doctor, doctor Plinio!”, Bruno el jardinero tuvo que sacudirlo levemente pues su mirada sonámbula, fija en la niña, estaba poniendo nerviosa a doña Gertrudis que no paraba de quejarse y de gritar. Se incorporó a medias: “Está muy pálida, es mejor que me la lleve unos días para el hospital.” La mentira es veloz, más si se trata de una dicha por verdadero amor. Así logró quedarse con Dolores una semana entera. La semana más feliz de su vida. Don Rodolfo se opuso inmediatamente, no quería separarse de su hija, pero doña Gertrudis, quien aún no se hacía a la idea de que su príncipe fuera una princesa, insistió en que el doctor se la llevara. El doctor Plinio canceló todas sus consultas para dedicarle todo el tiempo a Dolores, quien no podía gozar de mejor salud. Le cantaba, le leía y le contaba historias, como aquella en la que su abuelo conoció a su abuela cuando ella apenas tenía nueve meses y que al verla, supo que con esa monita se casaría. Así que la esperó catorce años. Los hombres de su familia tenían una gran virtud: la paciencia.

Al octavo día doña Gertrudis entró al cuarto donde se hospedaba su primogénita de por vida, la sacó de entre las sábanas percudidas y se la llevó. Había planeado una fiesta para presentarle a su príncipe… perdón, princesa, a sus amigos y conocidos. Lo único que le importaba a doña Gertrudis más que rezar, era mantener su estatus en la selecta élite que únicamente la aceptaba por ser hija del hombre más peligroso de la región. Su esposo no musitó palabra y se limitó a caminar tras ella. Impotente, el doctor Plinio sólo vio a la pareja salir por la gran puerta de vidrio y de la niña, únicamente vio la manta de lana verde que su madre le había tejido durante los nueve largos meses de embarazo, arrastrarse por el suelo.

Hasta ese momento Dolores no había probado la leche de su madre. Cuando llegaron a casa, Doña Gertrudis puso a la pequeña en los brazos de su esposo mientras se acomodaba en la mecedora. Padre e hija compartieron esa mirada que trenza las almas de los que están destinados a quererse por encima del bien y el mal. Y don Rodolfo lloró sin lágrimas, no quería ser reprendido por su mujer, que para entonces lo había castigado más que su propia madre. Cuidadosamente le entregó la niña a su mujer y llamó a todos los empleados de la casa para que fueran testigos del retrasado momento. Doña Gertrudis apretó a Dolores contra su pecho y la niña empezó a succionar ansiosa, mas al primer sorbo, la pequeña se retorció y escupió una leche parda y cortada sobre el camisón blanco de su madre, quien miró la mancha, luego a su hija que aún escupía y por último los rostros asqueados de quienes habían presenciado el terrible acontecimiento. La habían humillado por primera vez en su vida. Se levantó erguida, dejó a Dolores sobre la mecedora, le dijo a su esposo que cancelara la fiesta y se encerró en su cuarto de santos. Los empleados de la casa se retiraron inmediatamente. “Era de esperarse que la leche le saliera podrida” repitieron todos casi en coro. Don Rodolfo les suplicó que no hablaran de lo sucedido e ingenuamente les ofreció un aumento de sueldo para asegurar su silencio. Mariela la lavandera obedeció al pie de la letra, impulsada por el secreto amor que le profesaba a su patrón. Bruno el jardinero por pura lealtad. Pero Jacinta la cocinera desde temprana edad aprendió que el placer de contar una verdad dolorosa acerca de alguien detestable es casi orgásmico y que las almas en un pueblo pequeño, como cuervos, se alimentan de rumores. También desde pequeña sintió que era su obligación alimentarlas. El dinero sólo compró tiempo, poco tiempo.

Días después todos se habían enterado. Cada vez que doña Gertrudis caminaba por las calles del pueblo dejaba un halo de susurros malintencionados a su paso. “Dicen que tiene una rara enfermedad que hace que le crezca moho en los pechos… dicen que le gusta comer carne podrida y que a eso le sabe la leche… dicen que esta rancia por dentro.” De no ser porque sus tres empleados eran los únicos que estaban dispuestos a trabajar para ella, doña Gertrudis los habría despedido, después de arrancarles la piel con sus dientes. Pero tuvo que quedarse callada, odiarlos en silencio e internarse en su casa para siempre. No estaba dispuesta a ser carroña para los cuervos: “Que se mueran de hambre. No se alimentarán de mi dignidad.”

La penúltima vez que doña Gertrudis salió de la casa fue para el bautizo de su hija, fecha en que comenzó su venganza por el incidente de la leche. Entró a la iglesia vestida de negro. Si no estaba podrida antes, ahora lo estaba. Tras ella, caminando a dos metros, don Rodolfo con la niña en brazos. El padre Elías los esperaba frente a la pila bautismal. Una vez estuvieron cerca les preguntó cómo llamarían a la princesita. Doña Gertrudis la miró con desdén: “Dolores, lo único que ha producido desde que nació.” El padre Elías no se sorprendió, sabía que lo cristiana, apostólica y romana no le pasaba de la epidermis, al igual que sus pretensiones de buena samaritana. La miró con una complicidad obligada, que tuvo su comienzo el día en que doña Gertrudis lo vio cometiendo ese acto impuro del que habla el Sexto Mandamiento en el confesionario. En ese momento, el padre Elías firmó un contrato vitalicio de pensamiento, palabra, obra y omisión con doña Gertrudis, quien no volvió a sentir la necesidad de donar dinero a la parroquia. Don Rodolfo estuvo de acuerdo con el nombre, su hija le había producido un dolor en el pecho desde esa noche de octubre en que anunció su nacimiento. Su corazón se había desprendido de sí mismo para regalárselo a ella. Sin saberlo, su madre le había puesto el nombre perfecto.

Esa mañana, cuando llegaron a la casa, doña Gertrudis se dirigió a su cuarto de santos, donde ya había mandado a instalar un catre y un aguamanil. Antes de entrar, volteó a mirar a su hija por unos segundos, dio la vuelta y cerró la puerta. Don Rodolfo y Dolores no volvieron a ver a doña Gertrudis, quien sólo salía en la noche cuando todos dormían. Cada mañana le rogaban que saliera sin conseguir respuesta y cada mañana don Rodolfo y a veces Bruno, inventaban excusas fantásticas para que la niña no supiera que era ella la razón del encierro de su madre. Le decían que doña Gertrudis estaba en el África cazando mariposas gigantes para hacerle un vestido con sus alas, o que estaba en una playa lejana salvando ballenas encalladas. Con el tiempo, la imaginación y las ganas de ambos se fueron extinguiendo. Al final simplemente le decían que su madre no salía porque hacía demasiado sol, o demasiado frío, o porque era lunes aún cuando no lo fuera.

Una mañana de diciembre, soleada y silenciosa, Dolores fue a despertar a su padre para que hicieran juntos el desayuno como todos los domingos. Lo llamó en voz baja, lo llamó a gritos, pero don Rodolfo no despertó. Todos los empleados corrieron al patio enseguida. Encontraron a Dolores sentada sobre las piernas de su padre, en la mecedora, sin llorar, cantando la segunda canción que le había enseñado y que ya todos sabían de memoria. Mariela la lavandera no pudo contener las lágrimas y se fue a llorar sobre la fuente que hasta ese día había permanecido seca. Nadie se atrevió a tocarla, ni a hablarle. Todos se quedaron inmóviles, mirando a Dolores despedir a su padre, hasta que se hizo de noche. De repente, la niña se paró, se dirigió al cuarto de santos y se paró frente a la puerta: “La noche no es fría, el sol ya se puso, es domingo y siempre he sabido que estás ahí. En las noches te veo, entrando a la cocina, sentándote en la mecedora. A veces incluso te escucho rezar. Creo que debes salir de tu escondite. Papá murió.” Todos se miraron entre sí, nerviosos. Ninguno quería que doña Gertrudis saliera, la vida había sido más feliz sin ella.

Pasada una hora, la puerta se abrió despacio y salió una señora gorda y pálida, hediendo a parafina. En sus ojos había rastros de llanto, de una profunda tristeza de la que nadie, ni ella, la sabía capaz. A Dolores ni la miró: “Bruno, necesito que le tome las medidas a mi esposo. Quiero que le haga el más inolvidable de los ataúdes. En madera de cerezo, como su mecedora.” Cuando Bruno el jardinero se disponía a ir por el metro, doña Gertrudis lo detuvo: “Aún no termino. También necesito que le tome las medidas a Dolores. - Una palidez verdosa se apoderó de todos, - La niña ya tiene nombre ante Dios. Después de violar el Cuarto Mandamiento era lo único que le podía dar para salvarla del Limbo. Pero después de hoy, Dolores estará muerta para todos en el pueblo. No podrá salir a la calle nunca más. Estará condenada al mismo encierro al que ella me condenó a mí y quien se atreva a decir algo, perderá mucho más que su trabajo.” Hablaba en serio. Doña Gertrudis era una mujer peligrosa, tanto como la familia de la que descendía y todos lo sabían. Esa era la culminación de su venganza. Jacinta la cocinera, Mariela la lavandera y Bruno el jardinero miraron a Dolores con la nostalgia de lo que no pudo ser. Ella sólo miró hacia el suelo, fue a sentarse en la mecedora con su padre y empezó a cantar: “Yo tengo con alegrías/ que disfrazar mi tristeza/ y que hacen de mi cabeza/ las pesadillas huir”, hasta que se quedó profundamente dormida.

El entierro de padre e hija sucedió a los tres días, cuando Bruno el jardinero pudo terminar los dos ataúdes. Sin saber por qué, se demoró mucho más en el pequeño. Esa fue la última vez que doña Gertrudis salió de su casa. Jacinta la cocinera hizo correr el rumor de que don Rodolfo había encontrado a Dolores muerta ese fatídico domingo y que inmediatamente su corazón había dejado de funcionar. Pena moral fulminante diagnosticó ella misma. Nadie lo dudó. Incluso el doctor Plinio sabía que en cantidades considerables, el dolor puede matar. El pueblo entero estaba mudo frente a las tumbas. Algunos miraban a doña Gertrudis con lástima, los más cínicos pensando que tal vez ella los había asesinado, otros con el mismo asco que la encarceló. Román el panadero rompió el silencio: “Tenía dos años cuando la conocí. Don Rodolfo la llevó a la panadería y le compró una rosquilla. Ella la probó, me sonrió y me ofreció un pedazo. No sé cómo supo que jamás las había probado, que desde siempre había estado esperando que alguien me regalara un trozo de lo mejor de mí.” Sonrió para sí y puso una rosquilla frente a la tumba. Alguien más continuó: “Una tarde, tras la muerte de mi esposa, estaba sentado en una banca de la iglesia, escupiendo rabia por los ojos. De pronto, Dolores se sentó a mi lado, tocó mi rostro con sus manos, mojó el suyo con mis lágrimas y ya no estuve solo.” Así, cada persona del pueblo contó su historia de Dolores. Todos menos Herlinda la costurera y su hijo Emiliano, quien ese domingo había sufrido un extraño ataque al que nadie le prestó mucha atención: “¡Alguien que me ayude! Es mi hijo. Se cayó al piso de pronto y no se puede mover. Doctor Plinio, por favor ayúdeme. ¿Por qué nadie me escucha? ¿Por qué soy invisible hoy más que nunca, más que siempre? A nadie le importa mi niño y él aún esta vivo, no como la hija de esa bruja. ¡Una maldición sobre sus casas! ¡Todos pagaran por este día en el infierno!” Debieron escucharla. La maldición de una madre enardecida siempre se cumple y es siempre fatal. Herlinda la costurera volvió a su casa resignada. Los demás se quedaron en el cementerio una semana entera. El doctor Plinio se quedó más aún, llorando la peor de las penas, la del amor que jamás se declaró.

Aprovechando la ausencia de todos y por órdenes de su patrona, Bruno el jardinero selló las ventanas de la casa con cemento. Dolores lo ayudó y desde ese momento empezó a pagar su condena. La niña pasaba los días con Bruno, ayudándole a sembrar flores en el patio mientras él le enseñaba lo que sabía e inventaba todo lo demás. Dolores prestaba aguda atención a todas las historias, pero creía únicamente las que sonaban razonables. Doña Gertrudis estaba tan acostumbrada a su cuarto de santos que pasaba la mayor parte del tiempo allí. Sólo salía cada media hora para asegurarse de que su hija siguiera en la casa.

Lo que más le gustaba a Dolores era escuchar el pueblo con la oreja pegada a la puerta y los ojos cerrados. “Se te va a aplastar la cabeza si sigues así” le decía todos los días Bruno el jardinero y todos los días ella le respondía: “¿Qué importa si eso pasa? Tú eres el único para quien tengo que estar bonita. Y tú me querrías incluso si fuera horrorosa, ¿no es verdad?” - “Yo te amaría, incluso si no tuvieras cara mi Dolores. Incluso si tu cabeza fuera un cubo de madera. ¡Incluso si el sol convirtiera tu piel en escamas de cocodrilo!” -“¿Incluso si me arrastrara por el fango? ¿Me amarías a mí, tu Dolores, incluso si no tuviera brazos ni piernas y mi hermoso cabello negro se tornara seco y muerto?” - “Te amaría siempre mi Dolores, mi lucero, mi norte, mi mar.”

La noche anterior a su cumpleaños número catorce, Dolores se quedó dormida en el piso junto a la puerta. Cuando amaneció, Jacinta la cocinera y Bruno el jardinero fueron a su cuarto para entregarle un regalo que habían comprado en el pueblo, como hacían a escondidas todos los años. Al no encontrarla, corrieron en silencio a buscarla. La vieron tendida a la entrada de la casa. Estaba empapada, había llovido toda la noche. La llevaron a su cuarto en brazos y mientras Jacinta la cocinera y Mariela la lavandera la secaban y cambiaban, Bruno el jardinero fue y le contó lo sucedido a doña Gertrudis, quien tras meditar unos segundos le dijo: “Busque al doctor Plinio.” Con enorme alivio, Bruno el jardinero corrió tan rápido como los músculos de un ser humano lo permiten. Doña Gertrudis salió de su cuarto de santos y se asomó al de su hija unos segundos. La vio acostada en la cama, temblando de fiebre y la expresión de su rostro cambió. Mariela la lavandera creyó que se había preocupado, Jacinta la cocinera afirmó que nunca la había visto más feliz. En verdad, ni doña Gertrudis supo qué sintió.

Bruno el jardinero llegó al hospital y cuando encontró al doctor Plinio, se le acercó y en secreto le dijo: “Dolores está viva, -tres palabras son suficientes para resucitar un alma muerta- está muy enferma y lo necesita.” Antes de salir del consultorio el doctor Plinio se perfumó con la loción de menta que preparaba en su tiempo libre y que reservaba para ocasiones especiales. Hacía cinco años no la utilizaba. Bruno el jardinero y el doctor Plinio llegaron a la casa y se dirigieron al cuarto de Dolores. Mariela la lavandera, entre lágrimas, sollozó: “Está muy mal doctorcito, arde en fiebre, ay Dios mío, sálvela doctorcito.” El doctor Plinio cerró los ojos y suspiró lo más hondo que pudo. Sentía un agujero en medio del pecho que le producía un dolor casi placentero. Iba a verla, después de tantos de años, después de tantas cartas de amor a un fantasma. Dió un paso adelante, abrió los ojos lentamente y la vio. Fue una visión que lo estremeció, de la misma manera que lo haría más adelante. Estaba pálida como las sábanas que la cubrían y su cabello largo, negro y mojado por el sudor rodeaba ese rostro que sólo había visto en sueños. Cuando se le acercó, el olor a menta la despertó. Dolores miró al doctor Plinio y apretando su mano entre las de ella le dijo: “A usted ya lo conocía. Fue al primero que vi.”

Inmediatamente volvió a perder el conocimiento. Disimuladamente, el doctor Plinio secó las lágrimas que habían salido de sus ojos sin esfuerzo y procedió a examinarla. Cuando terminó, salió del cuarto. Doña Gertrudis lo esperaba en el patio y lo invitó a la sala. “Dolores está muy mal, tiene pulmonía. Necesita cuidados especiales, sería mejor que estuviera en el hospital.” Doña Gertrudis lo miró intensamente unos segundos, tan intensamente, que el doctor tuvo que bajar la mirada: “Mientras yo respire, Dolores no podrá salir de esta casa. Los cuidados que necesite se le darán aquí y si usted promete mantener en secreto que está viva, podrá venir a verla todos los días. Piénselo, será sólo suya y cuando yo muera, podrá llevársela con usted.” Doña Gertrudis, mujer perceptiva, sabía que el doctor Plinio era un hombre posesivo y lo más importante, que estaba perdidamente enamorado de Dolores desde el día de su nacimiento. Le había hecho una oferta que no podía declinar.

Desde entonces, el doctor Plinio esperaba ansioso a que el sol se pusiera para ir a casa de Dolores y se quedaba con ella hasta que se iba a dormir. Algunas noches le leía libros de anatomía y salud, que aburrían tanto a Dolores como a Bruno el jardinero hasta la médula. El nunca los dejaba solos. Otras noches llevaba su telescopio y les mostraba las constelaciones, lo cual los tres disfrutaban. Pero había noches en que el doctor Plinio hacía que Dolores lo ayudara a destilar su loción de menta. Esas noches ella se iba a la cama medio mareada y nauseabunda. Las mejores noches, el doctor Plinio simplemente se sentaba al lado de Dolores junto a la puerta y la acompañaba a escuchar el pueblo. En silencio.

El doctor Plinio era feliz, aunque tenía el miedo constante de que llegara el día en que Dolores le pidiera salir. Un sábado por la tarde, los dos estaban sentados junto a la puerta escuchando los ruidos del pueblo, en silencio y con los ojos cerrados como siempre. El doctor Plinio creyó desvanecer cuando sintió que Dolores susurraba algo en su oído: “Quiero salir.” Los presentimientos que provocan los miedos bien fundados siempre se consuman. Abrió los ojos petrificado: “Es imposible… ahora debo irme, se hace tarde.” La niña asintió sonriendo y le dijo: “Si hubieras dicho que sí, también me habría enamorado. Ahora no quiero que vuelvas. Estoy muerta.” Dolores se dirigió a su cuarto caminando lento. El doctor Plinio trató de detenerla lleno de rabia, pero Bruno el jardinero lo detuvo haciéndole saber que había aprendido suficiente de anatomía como para quitarle la vida en segundos. Dolores siguió caminando sin mirar atrás, cantando bajito: “...yo tengo que ahogar en vino/ la pena que me devora/ Cuando mi corazón llora/ mis labios deben reír/ Yo si a un hombre lo desprecio/ tengo que fingirle amores/ y admiración cuando es necio/ y si es cobarde, temores...”

Dos años pasaron después de ese día. Dolores jamás volvió a mencionar el tema, pero su deseo de salir creció como su cuerpo. Una noche sintió que si no lo satisfacía, podría estallar donde sea que estuviera alojado. Esperó a que todos durmieran y con la ayuda de varias sillas, una sobre otra, llegó hasta el borde de la pared del patio, miró hacia abajo y como una suicida, sin dudar, saltó. Amarró a un árbol un ovillo de lana verde que había hecho desbaratando la cobija que le había tejido su madre, se cubrió el rostro con una manta y empezó a caminar marcando el camino de vuelta con la lana. Eran casi las diez de la noche, había poca gente en la calle, sólo se escuchaban conversaciones distantes provenientes de las casas donde aún había alguien despierto. Dolores miraba el pueblo desierto atónita. Era exactamente como lo recordaba, como lo había imaginado tantas veces a través de la puerta. Siguió caminando hasta que llegó a una pequeña casa. En la entrada estaba una mujer triste al lado de un joven triste sentado en una silla de ruedas algo oxidada.

Acababa de llegar a la esquina del muerto. Así le decían a la casa de Herlinda la costurera y su hijo Emiliano el entumido, quien desde los once años, exactamente el día del entierro de Dolores y su padre, había perdido la habilidad de caminar y mover lo brazos sin razón médica alguna. Tenía dieciocho años y sus labios llevaban inmóviles tanto tiempo como sus extremidades. Su madre lo sacaba todas las noches a la entrada de la casa a las nueve a tomar aire puro. Se quedaba parada junto a él hasta las nueve y treinta y siete y volvían a entrar. Dolores había oído de él. Los niños del pueblo iban a verlo y se escondían detrás de una carreta que había frente a su casa. Ella hizo eso exactamente y se quedó inmóvil, aguantando la respiración, mirando a este hombre encerrado dentro de sí mismo. Y lo amó. Cuando entraron, Dolores tomó la lana entre las manos y volvió a casa. Le dolía el pecho. No lo sabía aún pero su corazón se había desprendido de sí misma para regalárselo a él. Cuando llegó frente a la casa, quedó petrificada. No había planeado cómo iba a entrar. Trató de trepar el árbol que ella y su padre habían sembrado años atrás, pero las ramas eran muy débiles, empujó la puerta tan fuerte como pudo, pero estaba hecha de acero. Se quedó allí unos minutos, temblando de pánico y frío. Cerró los ojos y empezó a murmurar la canción de siempre esperando que ocurriera un milagro. De pronto sintió que un calor conocido la atravesaba, un calor igual al que sentía cada vez que don Rodolfo la tomaba de la mano para salir a caminar. Cuando abrió los ojos, la puerta se abrió ante ella. Entró corriendo, cerró con cuidado y se fue a la cama.

Desde entonces, con la tácita ayuda de su padre, Dolores empezó a salir todas las noches a mirar a Emiliano el entumido. Llegó un momento en que ya no necesitó la lana para encontrar el camino de vuelta. Se quedaba mirándolo y se marchaba cuando oía cerrar la puerta. Mariela la lavandera y Jacinta la cocinera, que desde el primer día se habían dado cuenta de los furtivos escapes de su niña consentida, se preguntaban a dónde iba cada noche. En un pueblo tan chico, donde no pasaba nada de día, pasaría menos de noche, pensaban las dos. Bruno el jardinero siempre les recordaba: “Simplemente estar afuera es suficiente. No es lo que puede encontrar lo que la atrae, es la libertad para encontrarlo.” Las dos asentían y seguían con sus quehaceres. Mariela la lavandera pensaba que era don Rodolfo quien la ayudaba a entrar cada noche. “¡Pero por supuesto! Los muertos le abren la puerta a la gente todo el tiempo” respondía con sarcasmo Jacinta la cocinera. Bruno el jardinero, eterno intermediario, se ponía de parte de Mariela la lavandera y decía que él también creía que era don Rodolfo quien la ayudaba. Un mal día, doña Gertrudis los oyó. Esa noche, se fue para su cuarto de santos como de costumbre, pero no se puso a rezar como siempre. Esa noche se quedó junto a la puerta, esperando escuchar cualquier ruido sospechoso. Cuando el reloj marcó las nueve, Dolores empezó a construir la torre de asientos que tantas veces había tenido que trepar. “¿Pero qué es lo que veo?”, cinco palabras son suficientes para detener el corazón de una niña. Doña Gertrudis continuó: “Parece ser Dolores tratando de salir. Pero no puede ser. Debo estar soñando. Bruno, ¿Estoy soñando?” Tímidamente, Bruno el jardinero salió de detrás de la fuente y tras unos segundos de silencio admitió: “¡Sí! Sí doña Gertrudis, esto es un sueño. Una pesadilla. Nada de lo que ve es real. Dolores está dormida en su cuarto y usted también. Corre mi Dolores, corre. ¡Ella no te puede detener!” Con el mismo miedo que siente una liebre al ser perseguida por un leopardo, Dolores empezó a trepar su torre de asientos y su madre, con la misma ira que había sentido años atrás, corrió hacia ella y la haló del pelo: “¿Acaso creen que soy tonta? ¡No irás a ninguna parte, pequeño insecto! ¿Qué creíste? ¿Que te ibas a salir con la tuya por mucho tiempo? Esto te va a costar. ¡Tu castigo será tan fuerte como tu desobediencia! ¡Nunca más verás la luz del sol!” En ese momento, Bruno el jardinero recordó que el amor exige sacrificios, que no puede ser egoísta, como el suyo había sido hasta entonces y entendió que la mejor manera de amar a su Dolores, era dejándola ir. Sin importar las consecuencias. Así que corrió hacia doña Gertrudis y la agarró de la moña que se hacía con cuidado cada mañana. Esa fue su declaración de amor. Dolores así lo entendió, lo miró diciendo adiós y se fue. Para siempre, se fue.

Corrió tan rápido como pudo, hasta que llegó a la esquina del muerto. Se paró frente a Herlinda la costurera y Emiliano el entumido y cayó de rodillas, exhausta. “Así que finalmente has decidido unirte a nuestras salidas nocturnas. Emiliano y yo nos preguntábamos cuándo te decidirías a salir de detrás de la carreta. Pero dinos, los dos nos morimos por saber, ¿Cuál es tu nombre?” le preguntó Herlinda la costurera. Entrecortada respondió: “Dolor… Dolores.” Emiliano el entumido fijó sus ojos en los de esa niña que lo había acompañado desde lejos tanto tiempo y vio que ella, como él, estaba encerrada dentro de sí misma. Y la amó. Dolores quedó inmóvil, como una boa frente a la flauta de su encantador y le sonrió. Aún en la oscuridad de las noches de enero, Emiliano el entumido distinguió la sonrisa de Dolores y por primera vez en años movió un músculo. Le sonrió también. Lentamente, Dolores se levantó y se sentó en el piso junto a ellos. No le fue difícil encontrar el mismo punto fijo al que madre e hijo miraban todas las noches sin hablar. Dolores entendió que lo muerto de esa esquina no eran los brazos y piernas de Emiliano el entumido y con la mirada igualmente perdida empezó a cantar: “... yo que no he pertenecido/ al ambiente en que hoy estoy/ he de olvidar lo que he sido/ y he de olvidar lo que soy…"

Al oír la voz de Dolores, Emiliano el entumido empezó a sentir un cosquilleo en todo el cuerpo y de repente, sin controlarlo, se puso de pie. Al verlo, su madre gritó, “¡Milagro!” y se desmayó. Dolores lo miró sonriendo y extendió sus manos para que la ayudara a parar. Emiliano el entumido, con la fuerza de una estampida de caballos, la levantó y la abrazó parasiempre. Sin hablar, tomados de la mano, empezaron a caminar hacia las afueras del pueblo, al desierto, y cuando el horizonte sólo les mostró el negro-azul del cielo, pararon. Allí, Emiliano y Dolores conocieron el amor hecho sangre y hueso y por primera vez en su vida, ella lloró. Las lágrimas salían sin dificultad, como una represa que se ha llenado lentamente con la lluvia en el instante justo cuando empieza a desbordarse. Pero sus lágrimas no eran de agua salada. Eran de leche. Y esa canción que el pueblo había escuchado antes volvió a dispersarse como la neblina, “… allá muy lejos, muy lejos/ donde el sol cae cada día/ un tranquilo hogar había/ y en el hogar unos viejos/ La vida y encanto era una muchacha/ que huyó sin decirles donde fuera/ y esa muchacha soy yo.”

Y lloró por horas, hasta el amanecer. Cuando el doctor Plinio despertó, al poner lo pies en el suelo sintió que la leche le llegaba a las rodillas. Salió apurado a ver qué pasaba, para encontrar que el pueblo entero se inundaba lentamente. En el segundo que la leche le llegó a esa parte del cuerpo que ninguna mujer volvió a ver desde el nacimiento de Dolores, el doctor Plinio se estremeció como aquel día en que la viera convertida en mujer. Cerró los ojos y se quedó quieto, imaginando que la leche era Dolores y se dejó sumergir en ella, como lo soñó cada noche desde que la recibió en sus brazos por primera vez. Doña Gertrudis estaba en el cuarto de santos cuando la leche empezó a entrar por la rendija de la puerta. Apenas entró en contacto con ella, se tornó parda y cortada, como la que saliera de su pecho aquel terrible día. Siguió rezando con odio, sin parar, hasta que la leche apagó las veladoras que tenía en el piso y por último a ella. Sentado sobre la mecedora de don Rodolfo, Bruno el jardinero lloraba. Al ver la leche puso su dedo índice en ella y se lo metió a la boca. Era Dolores, su lucero, su norte, su mar, y sabía a vainilla. Ese día se cumplió la maldición que una madre enardecida hubiera puesto sobre el pueblo tiempo atrás. Todos los demás murieron dormidos, sin dolor, ahogados en Dolores, que junto a Emiliano el entumido, le había dado significado al incidente de la leche.

“Hoy no existe ya la casa/ hoy no existen ya los viejos/ y la muchacha muy lejos/ sufriendo la vida pasa/ y al caer todos los días/ en aquella tierra el sol/ caen con él mis alegrías/ y muere mi corazón.”

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