Está en ese lugar donde se cumplen los sueños con sólo desearlos. Él no los desea porque ya no desea. Se queda en el bar, ordena otra cerveza y se queda mirando al barman. Ya ni siquiera él quiere escuchar su historia. Se la ha contado mil veces y en verdad, no es tan interesante, no es tan… nada. Es solo patética y hasta eso no lo es tanto. Como todo en su vida de poeta maldito “wannabe”. Hay algo más triste que volverse adicto, que buscar en todas partes el olor a axila de lo sórdido y es hacerlo con el fin único de encontrar la inspiración. Es peor aún no utilizarla. Se pudre adentro y forma tumores. De esos que provocan enfermedades terminales. A él eso no le importa. Siempre ha creído que solo los que se lo merecen se enferman.
Es joven aunque su piel dice lo contrario. Y sus ojos. Y sus manos de niña inquieta. Ella alguna vez le dijo que le gustaba lo que hacía con ellas. Fue la primera en decírselo. Supuestamente. Cuando se queda quieto parece muerto, un zombie. Mentira. Ni siquiera califica como un personaje digno de protagonizar una película de terror. Es solo el borracho de siempre. El que se sienta en la barra. Solo. El que cuando empieza a hablar la gente dice con una sonrisa falsa: “ya vengo, voy al baño,” y no vuelve. Es el extra sin parlamentos.
Huele a orinal, hace tiempo no se baña. Tiene el pelo largo y grasoso, como ella nunca quiso que lo tuviera. Lo amenazaba con no darle más besos si no se lo cortaba. La muy perra. Su barba está larga y enredada y tiene aliento a perro viejo. A perro neumónico. A veces se sienta en el parque con el dominó que ella le regaló hace tiempo. Se lo trajo de Cuba. Él espera. Espera que alguien se siente a su lado y juegue con él. Aunque sea un fantasma.
Siempre quiso ir a Cuba pero ya es muy tarde para eso. Para eso y para tantas otras cosas. Qué desperdicio. Todas sus palabras se fueron por el inodoro junto al mal de estómago que le causó a tantas. A tantos. Eran bonitas sus palabras, pero mentirosas. Y esas no son como las mujeres que aunque no tengan nada por dentro siguen estando buenas. No. Las palabras sin médula se vuelven signos de una lengua muerta. Y lo que nadie entiende, a nadie le sirve. A nada.
Tiene tos. A cada rato sus pulmones tratan de expulsar toda la mierda que los hizo comer desde chiquito. Sus dientes color tinto ya no son lo que eran. Y lo que mejor tenía era la sonrisa. Lástima. Cuando se reía era el único momento en que decía la verdad. Porque no decía nada. Ahora es preferible que no abra la boca. No importa. No tiene motivos para que las emociones le pasen de la comisura.
Recuerda sus labios. No los de ahora, de los que se enamoró. Siempre pensó que sus besos eran los mejores. Hasta el día en que se despidieron por última vez. No sabe si no le gustó porque era el último. O porque su recuerdo todavía olía a trapo sucio. Lo odia. Solo un poco, pero lo odia. Por hacerla verlo así. Por convertir su primer amor en pordiosero. Ella podría haberlo evitado. Si se hubiera quedado con él. Está segura. Lo odia porque la hace sentir culpable. Habría sido un lindo proyecto. Salvar el alma de un desgraciado. Al morir llegaría al cielo y San Pedro le agradecería por ahorrarle semejante trabajo. Pero ella no era ninguna mártir. Sigue sin serlo.
Ahora solo siente un profundo pesar. Quisiera darle un abrazo. Se nota que hace tiempo nadie lo toca. Y a él le gustaba. Le gustaba que lo tocaran. No lo hace porque le da asco. No se quiere ir a casa con su mal olor en la ropa. Saca unos billetes del bolsillo y se los da. Nada. Ni un: “gracias bella dama.” O algún piropo de mal gusto que de su boca solían salir con tinte a poema. Nada. Ella sigue su camino. Su vida. Los billetes le alcanzarán para otra cerveza. Tal vez dos. Él se siente feliz, porque eso siempre fue lo que quiso.
Ella siente que no hay nada más que pueda hacer. Ese hombre sentado en la banca del parque ya no es nada de ella. Nada más que una telaraña. Se pregunta si él la reconoció. Si cuando se acercó para darle el par de billetes, él alcanzó a percibir su olor a frutas. Ese en el que se sumergió todos los días durante tanto tiempo. Si detonó en alguna parte de su memoria la imagen de ese buen día en que se amaron sin neuronas.
Mientras camina por la acera, alejándose de su pasado, ella recuerda las palabras que su madre le decía cuando la veía llorar por él: “Ese es bien ido, mijita, ese es bien ido.” Bienvenido. Bien venido. Bien ven ido. Bien ido. Llegar a él por medio de las palabras siempre fue un juego.
GONER
He’s at the place where dreams come true just by wishing them. He doesn’t wish them because he no longer wishes. He stays at the bar, orders another beer and stares at the bartender. Not even he wants to listen to his story. He has heard it a thousand times and really, it’s not that interesting, it’s not that… anything. It’s just pathetic and it’s not even a lot of that. Like everything in his life of wannabe beat poet. There’s something even sadder than becoming and addict, of searching everywhere for the armpit smell of the sordid, and it is doing it with the sole goal of finding inspiration. It’s worse not to use it. It rots inside and forms tumors. The kind that provoke terminal diseases. He doesn’t care about that. He has always believed only the people who deserve it get sick.
He’s young, even though his skin says otherwise. And his eyes. And his restless, girly hands. She once told him she liked what he did with them. She was the first to tell him that. Supposedly. When he sits still he looks dead, like a zombie. Bullshit. He doesn’t even qualify as a character worthy of starring in a horror movie. He’s just the same old drunk. The one who sits at the bar. Alone. The one that whenever starts talking people say with a fake smile, “I need to go to the restroom, I’ll be right back," but never are. He’s the extra without parliaments.
He smells like urinal, it’s been a long while since he took a shower. His hair is long and greasy, just how she never wanted him to have it. She threatened not to kiss him anymore if he didn’t cut it. That bitch. His beard is long and tangled and his breath smells like old dog. Like pneumonic dog. Sometimes he sits in the park holding the domino she brought him from Cuba him in his hands. And he waits. He waits for someone to sit beside him and play with him. Even if it’s a ghost.
He always wanted to go to Cuba, but it’s too late for that. For that and many more things that he always wanted to do. What a waste. All his words were flushed down the toilet along with the stomachache he caused so many. So damn many. They were pretty, his words, but deceitful. And words are not like women, who even being empty, are still beautiful. No, words without a marrow become signs of a dead language. And that which no one understands, no one has a use for.
He has a cough. Every now and then his lungs try to expulse all the shit he made them eat ever since he was a little boy. His coffee stained teeth are not what they used to be. And his best trait was his smile. Too bad. Only when he laughed he told the truth. Because he wasn’t speaking. Now he better not open his mouth. It doesn’t matter. His emotions have no reason to go beyond the corner of his mouth.
She remembers his lips. Not the ones he has right now, the ones she fell in love with. She always thought his were the best kisses. Until the day they said their final good-bye. She doesn’t know if she didn’t like it because it was the last one. Or because his memory smelled of old rags. She hates him. For making her see him this way. For turning her first love into a beggar. She could have prevented that. If she had stayed with him. She’s certain of this. She hates him because he makes her feel guilty. It would have been a nice project. Save the soul of a poor devil. At Heaven’s gates, Saint Peter would thank her for saving him so much trouble. But she was no martyr. Still isn’t.
All she feels now is sorry for him. She would like to hug him. She can tell nobody has touched him in ages. He liked being touched. She doesn’t do it because he disgusts her. She doesn’t want to go home with his stench on her clothes. She takes out a couple of bills and hands them to him. Nothing. Not even a: “thank you, pretty lady”. Or some distasteful line that from his mouth always sounded like a poem. Nothing. She walks away. On with her life. The bills will buy him a beer. Maybe two. He feels happy, because that’s all he's ever wanted.
She feels there’s nothing more she can do. That man sitting on the park bench has nothing to with her. Not anymore. He’s nothing more than a spider web. She wonders if he recognized her. If, when she reached out to give him the couple of bills, he caught a whiff of her fruity perfume. The one in which he submerged himself for so long. If it triggered, somewhere in his memory, the image of that good day in which they loved each other senseless.
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