(Octavo ejercicio de taller de narración: escribir un cuento con estructura circular, es decir, que empiece por el final y se devuelva para contar cómo se llegó hasta ahí)
Vi una bicicleta volar por los aires. Sé que no fue en cámara lenta, pero así es como recuerdo todos los momentos dramáticos. La miré hasta que cayó, más o menos a cinco metros de mi carro. Luego miré hacia el frente. En el panorámico había fragmentos de cráneo y sesos. Estaba todo cubierto de sangre. Tanta sangre. Por un momento sentí ganas de prender los limpiabrisas, pero me di cuenta de que no se vería bien ante los transeúntes que miraban aterrados sin entender por qué no me bajaba del carro, que todavía estaba prendido. No me atrevía a apagarlo. Me parecía que si lo hacía todo se iba a volver real y aún quería pensar que era un mal sueño.
Un mal sueño. Eso fue lo que me despertó esta mañana. Soñé que un hombre entraba a mi casa y quería matar a mi papá, que leía el periódico tranquilamente en su cama. Yo, desesperado por impedirlo, corría a la sala y cogía la plancha de carbón que hay de adorno frente a la chimenea. Después me le abalanzaba y le pegaba tantas veces en la cabeza que le dejaba el cráneo hecho papilla, pero extrañamente no le rompía la piel. Así me desperté esta mañana.
Esta mañana. Una como cualquiera. Carolina me hizo unos huevos fritos. Ella comió un cereal de esos dietéticos que saben a cartón. Apenas acabó me dio un beso en la frente y salió a trotar como todas las mañanas. Yo subí, me bañé y me puse el mismo vestido que me había puesto el lunes de la semana pasada. Serví un poco de café en mi termo, cogí las llaves del carro del percherito y salí. Estaba lloviznando. Inmediatamente pensé en Carolina. Se iba a mojar. Pero bueno, a ella no le importaba.
No le importaba. Era más guerrera que yo. Eso fue lo que me enamoró. Sonreí y me monté al carro. Me dio problemas para prenderlo como todos los días. Al quinto chancleteo encendió. No tenía tiempo que perder. Tenía una presentación con mi jefe. ¿Por qué será que aunque uno esté preparado igual se siente nervioso? Siempre me he preguntado eso. Arranqué. Cuando iba a doblar a la derecha por la primera esquina del barrio como todas las mañanas, vi que había un par de palomas en medio de la calle. No me preocupé por ellas. Saldrían volando, ese es el trato. Pero pasé y las palomas no volaron.
No volaron. Nada. No había palomas en el aire. Y contra todos mis instintos, volteé a mirar a ver si las había espachurrado con las llantas de mi carro. No estaban ahí. Ni vivas ni espachurradas. Lo siguiente que recuerdo es el golpe. Y que el corazón se me bajó hasta el estómago, generando un nudo apretado en mi garganta y un hueco profundo en mi pecho. Volteé a mirar por la ventana y vi una bicicleta volar por los aires. La miré hasta que cayó al piso. Luego miré el parabrisas. Sangre. Tanta sangre. No, mejor no prendo los limpiabrisas. No se vería bien. No me quiero bajar del carro. Esto tiene que ser un mal sueño. Bueno, ya, tengo que bajarme y lidiar con esto.
Lidiar con esto. Sí, eso era lo que tenía que hacer. Me bajé del carro y miré la bicicleta. O lo que quedaba de ella. Después miré a la derecha lentamente. Quería retrasar lo inevitable. Pero finalmente mis ojos llegaron a ese cuerpo inmóvil. Estaba aún más lejos del carro que la bicicleta. No me explicaba cómo había llegado hasta allí, pero en verdad nunca fui bueno para la física. Me le acerqué, también lentamente. Los transeúntes que antes miraban aterrados ahora me miraban con rabia, por no ir tan rápido como se esperaría en esos momentos. Pero ya qué. Sus sesos estaban en el panorámico de mi carro. Y su cráneo. Y su sangre. Tanta sangre. Cuando estuve a dos pasos de ese pobre mortal, mi corazón bajó un poco más. Sentí cómo los ventrículos se desprendían por completo de mí mismo, dejándome para siempre como un muerto viviente. Era Carolina. Al parecer esa mañana había decidido salir en bicicleta. Lo último que vi antes de salir de la casa fue su casco rosado sobre la mesa de la cocina.