lunes, 11 de octubre de 2010

QUERIDO EXTRAÑO

(Primer cuento de taller de escritura: escribir un cuento basado en un artículo. El mío está basado en este: http://www.elpais.com/articulo/reportajes/escriben/condenados/muerte/elpepusocdmg/20100926elpdmgrep_4/Tes)

Querido extraño:
Era un lunes gris. Caminaba hacia el paradero del bus. Me disponía a cruzar la calle cuando lo vi. Su cabecita atorada bajo la puerta del garaje era un cuadro patético. Cómo le habría cabido por ahí en un principio era todo un misterio. Seguramente él estaba pensando lo mismo. O tal vez entre la comunidad canina  también corre el falso rumor de que por donde cabe la cabeza cabe el cuerpo, e intentó escapar.  Lloraba muy bajito. Con tristeza. Y resignación. Se notaba que le dolía. Que estaba asustado. Yo me quedé mirándolo un segundo. O un minuto. No sé. Pensé en acercarme a la casa y timbrar. Hacer algo para que sus dueños se dieran cuenta de que su perro sufría. Que tal vez no deberían dejarlo tanto tiempo solo en el garaje. Que no debieron dejar de quererlo cuando dejó de ser cachorro. Pero no lo hice. No timbré. Pasé junto al perro y seguí mi camino hacia el paradero. Lo dejé ahí, solo y asustado. El bus me recogió y me llevó a la escuela como todos los lunes. Y martes. Y miércoles. Y jueves. Y viernes. Yo seguí con mi día. Normal. Como si no hubiera visto a un pobre perro con la cabeza atorada bajo la puerta de un garaje sin hacer nada. “Soy peor que sus dueños” pensé.

Era un martes lluvioso. Una amiga me había invitado a su casa de campo de vacaciones. Su tío nos estaba llevando en su Monza color vino. Era un hombre calvo y mal hablado. Tenía en su rostro la expresión que llevan los hombres con vidas mediocres. O tal vez la que llevan los hombres que no son buenos. No sé. Paramos en una estación de gasolina y llenó el tanque. Nos preguntó si queríamos algo de comer. Las dos dijimos que no. Él se compró un yogurt. Era de fresa. Cuando terminó de tomárselo, lentamente bajó la ventana del carro. No sé si en realidad lo hizo lentamente o si así es como lo recuerdo yo. Tomó el último sorbo de yogurt de fresa y tiró el vaso a la calle. Sentí cómo se me destemplaba la boca del estómago. Estaba confirmado: no era un hombre bueno. Quise gritarle que era un bruto. Que si la puta de su madre no le había enseñado que la basura se bota en la caneca. Que cómo se sentiría si supiera que un animal se comería ese vaso de plástico y moriría tan lentamente como él había bajado la ventana del carro. O por lo menos tan lentamente como yo lo recordaba. Pero no lo hice. No dije nada. Él siguió manejando mientras yo trataba de calmar mi estómago destemplado. “Soy más mala que él”, pensé.

Era un miércoles por la noche. Salimos a bailar a un bar. Él estaba ahí. Él. Me moría por él. Por su discurso engreído. Por su forma de bailar sin mover los pies de un punto fijo. Por su pelo crespo y sus dientes grandes. Alguna vez escuché en un programa de televisión que la mayoría de la gente tiene los dientes más pequeños de lo que deberían y que la gente más linda los tiene grandes. Como él. Él. El amor de mi vida. Bailamos toda la noche y a la salida nos montamos en su carro. Era un Lada blanco. Viejo y feo. Pero era de él. Entonces era perfecto. Estábamos en el puesto de atrás. Él me besaba el cuello y yo sentía que era muy posible que muriera ahí mismo. Y que esa sería la mejor manera de morir. Yo quería mirarlo fijamente y plantarle un beso de telenovela. Él no lo iba a hacer y yo lo sabía. Yo tampoco lo hice. No tuve el valor. Llegaron todos los demás y se montaron al carro. El momento se había ido. Quizás para siempre. “Soy una estúpida”, pensé.

Era un jueves frío. Ella me miraba incrédula. Esa no era la manera en que su vida tenía que terminar. No con mis manos rodeando su cuello con tanta fuerza. No con una bebé de 8 meses en su vientre. Seguramente siempre había soñado que moriría vieja. En una mecedora. Tranquila. Habiendo criado a sus hijos y conocido a sus nietos. Pero la maté. Le robé su bebé y su sueño. Llamé a mi esposo desde la casa de ella y le dije que había acabado de tener a nuestra hija mientras estaba de compras. Desde hacía 9 meses lo tenía convencido de que estaba embarazada para que no me dejara por su secretaria. Todo era demasiado cliché. No tenía nada más planeado. La cargué y la bebé me miró de la misma manera que su verdadera madre lo había hecho hacía tan solo unos minutos. Incrédula. Y lloré. Lloré porque me di cuenta de que ella sabía lo que yo había hecho. Todo. Sabía que no había ayudado al perro atorado bajo la puerta del garaje en mi camino al paradero del bus. Y que no le había dicho nada al tío de mi amiga cuando botó el vaso de yogurt de fresa por la ventana del carro. Y que no me había atrevido a besarlo a él en el puesto de atrás de su Lada blanco. Y que acababa de matar a su madre. “No debí haber hecho esto”, pensé.

Ahora es viernes. No sé si gris, o lluvioso, o frío. No sé y no importa. Es el último viernes de mi vida. Y éstas, las últimas palabras de una carta que ya no podré escribir. Querido extraño, me gustaría que la hubieras leído. Que aunque sea una persona en el mundo supiera que me arrepiento. De todo. No lo dije en el juicio. Tampoco en los 10 años que llevo esperando que llegue este momento. Ahora una mujer me está clavando agujas en los brazos. Los mismos brazos que la mataron. Esto es a lo que se refieren cuando dicen “ojo por ojo”. Quiero llorar pero tengo tanto miedo que no puedo. Me pregunto si ella sintió lo mismo que yo. Qué le habrá pasado por la cabeza antes de cerrar los ojos. ¿Será que también recordó todas las cosas de las que se arrepentía como yo? Espero que no. Espero que, como dicen por ahí, la vida le haya pasado frente a los ojos y que su vida estuviera llena de momentos felices. Todos menos el último. Tras el vidrio puedo ver a su esposo mirándome fijamente, así como quise mirarlo a él, al amor de mi vida, ese miércoles por la noche. Pero el momento se ha ido. Esta vez para siempre. “Debí haberlo besado”, pensé.

DEAR STRANGER

(First short story from my writing workshop: write a story based on an article. I did on an article about people on death row and a website they write letters on)

Dear Stranger,
It was a gray Monday. I was walking to the bus stop. I was about to cross the street when I saw him. His little head stuck under the garage door. How did his head fit through there in the first place was a mystery. Surely he was thinking the same. Or maybe the false rumor that where the head fits, so does the body, also roams around the canine community and he tried to escape. He cried. With sadness. And resignation. I could tell he was in pain. That he was scared. I looked at him for a second. Or a minute, I don’t know. I thought about going up to the house and ringing the bell. Doing something so that his owners would notice their dog was in pain. That maybe they shouldn’t leave him alone in the garage for so long. That they shouldn’t have stopped loving him when he stopped being a puppy. But I didn’t. I didn’t ring the bell. I walked by the dog and continued walking to the bus stop. I left him there, alone and scared. The bus picked me up just like every Monday. And Tuesday. And Wednesday. And Thursday. And Friday. I went on with my day. As usual. As if I hadn’t seen a dog with his head stuck under a garage door and didn’t do anything about it. “I’m worse than his owners”, I thought.

It was a rainy Tuesday. A friend had invited me to her country house for the holidays. Her uncle was driving us there in his burgundy Chevy. He was a bald, bad-mouthed man. His face had the expression of mediocre men. Or maybe that of bad men, I don’t know. We stopped at a gas station and he filled the tank. He asked us if we wanted something to eat. We both said no. He bought a cup yogurt. It was strawberry. When he finished drinking it he lowered the car window, slowly. I don’t know if he actually did it slowly or if that’s how I remember it. He drank the last sip of his strawberry yogurt and threw the plastic cup out the window. I felt my stomach turn. It was confirmed: he was a bad man. I wanted to scream at him. “You fuck! ¿Didn’t your fucking mother teach you that garbage goes in the trashcan? How do you fucking feel knowing some animal is going to eat that fucking plastic cup and die as slowly as you lowered the window? Or as slowly as I remember you doing it anyway.” But I didn’t. I said nothing. He kept on driving as I tried to calm my upset stomach. “I too am bad, just like him”, I thought.

It was a Wednesday night. We had gone out dancing. He was there. I could have died for him. For his cocky ways. For the way he danced without moving his feet. For his curly hair and his big teeth. I once saw on television that most people have smaller teeth than they should and that having big teeth is a sign of true beauty. Like his. Him. The love of my life. We danced all night and when we left the bar we got on his car. It was a white Ford. Old and ugly. But it was his, so it was perfect. We were in the back seat. He kissed my neck and I thought I would die right then and there. And I was sure that would be the best way to die. I wanted to look deep in his eyes and kiss him like they do in soap operas. He wasn’t going to do it and I knew. I didn’t do it either. Didn’t have the nerve. Maybe it was too much to ask from a 16 year-old girl. Everyone else got in the car. The moment was gone. Perhaps forever. “I’m an idiot”, I thought.

It was a cold Thursday. She looked at me in disbelief. That wasn’t the way her life was supposed to end. Not with my hands pressing on her neck so tightly. Not with an eight month old baby in her womb. She always dreamed she would die an old lady. In a rocking chair. Calm. Having had raised her children and met her grandchildren. But I killed her. I stole her baby and her dream. I called my husband from her house and told him I had just had our baby girl while grocery shopping. For the past 8 months I had him convinced I was pregnant so that he wouldn’t leave me for his secretary. It was all so cliché. I had nothing else planned. I held the baby in my arms and she looked at me just like her true mother had looked at me just a few minutes before. In disbelief. So I cried. I cried because I realized she knew what I had done. Everything. She knew I didn’t help the dog with his head stuck under the garage door on my way to the bus stop. That I didn’t say anything to my friend’s uncle when he slowly threw the plastic cup of strawberry yogurt out the window of his car. That I didn’t have the nerve to kiss him in the back seat of his white Ford. That I had just killed her mother. “I shouldn’t have done this”, I thought.

It’s Friday. I don’t know if it’s gray, or rainy, or cold. I don’t know and it doesn’t matter. This is the last Friday of my life. And these, the last words of a letter I will never get to write. Dear stranger, I wish you could have read it. For at least one person in the world to know I regret it. Everything. I didn’t say it at the trial. Or in the 10 years I’ve been waiting for this moment. A woman is sticking needles in my arms now. The same arms that killed her. That’s what they mean by an “eye for an eye”, I guess. I want to cry but I’m so scared I can’t. I wonder if she felt the same way while I choked the life out of her. I wonder what words crossed her mind before closing her eyes. Did she also remember all the moments she regretted, like me? I hope not. I hope that, like they say, her entire life flashed before her eyes, and I hope hers was a good life. Up until her last moment anyway. I can see her husband looking deep in my eyes through the glass window, as deeply as I wanted to look at him, the love of my life, that Wednesday night. But the moment is gone. This time forever. “I should have kissed him”, I thought.

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