martes, 19 de octubre de 2010

CÍNICOS PERO MÁGICOS

No es fácil ser pobre. No es fácil estar enfermo. No es fácil ser viejo. No es fácil ser feo. No es fácil ser gordo. O demasiado flaco. No es fácil decir la verdad. No es fácil ser fiel. No es fácil ser feliz. El amor no es fácil. No es fácil ser mujer. Ni tampoco hombre. Aunque ser hombre es un poco más fácil que ser mujer. No es fácil tener éxito. No es fácil llegar a ser rico. No es fácil encontrar tu talento. Y es menos fácil descubrir que no tienes ninguno. No es fácil la monotonía. No es fácil no sentir envidia de aquellos cuyas vidas no son monótonas. No es fácil vivir en este planeta. No es fácil vivir. Los escucho. No sé si los entiendo, pero qué voy a entender yo desde tan lejos y siendo tan distinto.

Desde hace tiempo los observo. He visto sus guerras. Las que empezaron con razón y las que no. Los he visto reír y llorar. Los he visto lograr cosas que ni ustedes mismos imaginaban que eran capaces de hacer. Buenas y malas. Tristemente, más malas que buenas. Pero lo que más los he visto hacer, es quejarse. De todo. Si están felices, no están tan felices como el que tienen al lado. Y si están tristes, reniegan porque lo están. Yo desde aquí, en realidad lo veo más sencillo. Ustedes son todos muy parecidos. Sienten las mismas cosas. Se entienden. Esa empatía debería ser suficiente para hacer que todo se sintiera un poco más… fácil. Eso sí que lo entiendo bien yo, que me he pasado toda la eternidad recorriendo el universo completamente solo.

Soy el único de mi especie. No sé si hubo otros antes que yo, pero si los hubo, no los conocí. No tengo anillos, ni lunas, ni cráteres. No soy caliente, ni tampoco frío. No tengo vida. Ni siquiera un simple organismo unicelular. No tengo agua. Ni orbito nada. No soy un hoyo negro. Soy incluso menos que eso. Soy un retroplaneta, o por lo menos así es como me gusta llamarme, porque creo que soy un planeta, pero si no le intereso a nadie, debe ser porque estoy pasado de moda.

Desde que recuerdo, me la he pasado flotando de galaxia en galaxia. He visto cosas que no podría explicar con palabras. Con ustedes no es que pueda utilizar la frase “tendrían que verlo con sus propios ojos”, porque claramente antes de llegar a esos lugares, bueno, morirían. Sí, he viajado por todo el universo, literalmente y varias veces. Pero a pesar de que he visto cosas indescriptibles, ustedes siempre han sido lo que más me ha intrigado. Lo que siempre quiero volver a ver. No sé si es porque están todos locos. O porque son los únicos que me han notado sin siquiera saberlo.

Una noche estaba sobrevolando su atmósfera y me detuve a ver una pareja acostada en un parque. Sí, tengo buena vista. Los dos estaban tomados de la mano y miraban al cielo sin hablar. Me imaginé que estaban enamorados. Algo de lo que ustedes hablan tanto, pero que practican tan poco. De repente, cuando retomé mi camino, la mujer se levantó rápido sin soltarle la mano al hombre y me señaló. El hombre también se levantó un poco y los dos se miraron sorprendidos. “Pidamos un deseo”, dijo ella. “Está bien”, dijo el hombre sin preguntar por qué. Los dos cerraron los ojos. Y pasó algo que ni yo mismo me habría imaginado. Por algún motivo, que aún escapa a mi razón, pude escuchar sus deseos. Ella pidió que él le propusiera matrimonio y él pidió que ella dijera que sí. Pensé que tal vez de eso se trataba el amor, de querer las mismas cosas, al mismo tiempo y con los ojos cerrados. Sonreí y seguí mi camino. Cuando ellos volvieron a abrir sus ojos yo ya me había ido. Los imaginé tratando de adivinar qué era eso que habían visto. Eso que ojalá cumpliera sus deseos.

La siguiente vez que pasé por el mundo, su mundo, sucedió algo similar. No recuerdo dónde estaba pero vi a un hombre caminando torpemente por una calle solitaria y con una botella de whiskey barato en la mano. Se veía triste, estaba llorando. Imaginé que el motivo de su llanto era que acababa de perder su trabajo y tenía una familia que mantener. De repente me vio en el cielo y su cara se iluminó. Secó rápidamente las lágrimas de sus ojos, los cerró y como la pareja que había visto hacia un tiempo, pidió un deseo. “Quiero ganarme la lotería”, pensó. A él también pude escucharlo. Por alguna razón, sentí las más profundas ganas de cerrar los ojos y deseé cumplir el deseo de ese pobre hombre. Y sin saber cómo, ni por qué, lo logré. Tal vez cuando alguien cree mucho en tu poder, te lo otorga. Al día siguiente el boleto de lotería que él tenía entre su bolsillo resultó ganador. Me sentí feliz. Pensé que desde ese momento su vida sería mucho más fácil, así como les gusta a ustedes. Pero no, esa mañana muy temprano, el hombre fue a comprar cervezas a la tienda y al sacar los pocos billetes arrugados que tenía en el bolsillo, se le cayó el tiquete de lotería sin siquiera darse cuenta. Entonces pensé en si eso contaba como haber cumplido su deseo o no, porque cuando te pasa algo, pero no lo sabes, ¿en realidad te pasó?

Me siguió pasando lo mismo cada vez que pasaba por acá. Es de admirar que a pesar de su cinismo, aún sean tan propensos a creer en la magia. Cuando alguien me veía, cerraba los ojos y pensaba en un deseo, que yo inmediatamente cumplía, pero que cada vez, pasaba inadvertido por quien lo pedía. Una mujer que quería ser delgada y cuando le llegaba una suscripción gratis al gimnasio, prefería parar en la heladería. Una niña que soñaba con tener la muñeca de moda y cuando se la ganaba en la rifa de una fiesta de cumpleaños, le gustaba más la que tenía su amiga. El hombre que deseaba conquistar a la mujer de sus sueños y cuando ella le correspondía, su amor por ella moría.

Era frustrante y la vez gratificante porque aunque no se daban cuenta de lo que hacía, mi presencia se convirtió en motivo de felicidad para ustedes. Y por primera vez en mi vida, me sentí vivo. Porque la verdad es que solo existes cuando alguien te ve. He escuchado que me llaman estrella fugaz. Tal vez es porque desde allá abajo me veo como un pequeño punto luminoso que pasa rápidamente. Yo sigo cumpliendo sus deseos cada vez que me ven pero hasta ahora ninguno de ustedes se ha dado cuenta de que siempre se los cumplo. Entonces me pregunto si lo real de mi magia llega solo hasta el momento en que cierran los ojos. Si esa fe, tan fugaz como mi paso por su cielo, es suficiente para hacerlos felices. Si en realidad quieren que su vida sea más fácil cuando se empeñan tanto en complicarla.

No es fácil querer lo que no tienes. No es fácil que otros que no lo quieren tanto lo tengan. Y es menos fácil conseguirlo y darte cuenta de que ya no lo quieres. No es fácil trabajar para ganarte las cosas. Ni que ese trabajo no sea el de tus sueños. Pero tampoco es fácil apreciar lo que te ganas sin trabajar. No es fácil descubrir qué es lo que quieres. No es fácil que al descubrirlo, no te sientas satisfecho. Y es aún menos fácil descubrir que nunca vas a terminar de descubrirlo. Pero lo menos fácil de todo, lo que es en realidad difícil, es querer que la vida sea fácil y que no se den cuenta de que lo único que la complica es querer precisamente eso.

martes, 12 de octubre de 2010

MONSTRUO EN EL BAÑO

(Segundo cuento de taller de escritura: darle una nueva historia al personaje Aquaman, en un baño y con tono de miedo)

No solía odiar tanto a los hombres. Solo los odiaba un poco. Cuando aún podía pasar la mayor parte de su tiempo en el agua, los miraba desde lejos y se burlaba de su manera torpe de nadar. Solo de vez en cuando le daba por agarrar a uno de la pierna y zarandearlo un poco. Aunque a muchos de ellos nunca los volvieron a ver, él siempre negó su responsabilidad en el asunto. Pero sus cacerías furtivas y sus risas burlonas se acabarían más pronto de lo que él mismo habría creído.

Poco a poco, los hombres llenaron el océano de tanta porquería, que llegó un día en que le fue imposible seguir viviendo ahí. El agua estaba tan sucia que se la pasaba con conjuntivitis y las cosas que alcanzaron a quedar atrapadas en los tejidos que tenía entre los dedos y en sus agallas, eran dignas de historias de terror. Entonces tuvo que salir y buscar trabajo en tierra firme. Como no sabía hacer mucho más que nadar, el único puesto que consiguió fue el de empleado del servicio en la casa de un hombre viejo. Tan viejo, que había perdido el olfato y no percibía su olor a pescado.

Desde su primer día de trabajo, el viejo don Raúl le pidió que lavara el baño del sótano. Le dijo que hacía mucho tiempo que nadie entraba allí, pues sus anteriores mucamas no se atrevían a bajar muy seguido. "Es porque son mujeres y las mujeres se asustan fácilmente con la oscuridad", decía el viejo. Por eso había decidido contratar un hombre, o lo que fuera él en todo caso, para que se encargara de los quehaceres del hogar. El viejo le contó que cada vez que salía dejaba encerradas con llave a las empleadas para que no fueran a robarle sus objetos de valor y que una vez había llegado del médico y cuando abrió la puerta, la empleada salió corriendo despavorida como si el mismísimo diablo la hubiera espantado. Por eso con el tiempo se habían tejido historias acerca de su casa y su sótano.

A nuestro personaje poco y nada le asustaba lo que le causara temor a los simples mortales. O por lo menos eso era lo que decía. Así que desde ese primer día fue al patio de ropas y dentro de un balde echó todos los implementos necesarios para limpiar ese baño al que nadie entraba desde hacía quién sabe cuánto. Bajó las escaleras despacio. La madera crujía tan fuerte que parecía que se fuera abrir bajo sus pies. Había polvo y telarañas por todas partes. En una esquina, contra una pared estaba el retrato de una mujer gorda y malencarada, que parecía mirarlo como si le estuviera lanzando una maldición. Era la difunta esposa de don Raúl. Muchas de las empleadas decían que era ella quien habitaba en el sótano y las asustaba cada vez que don Raúl las dejaba solas. Al fondo del sótano, estaba el baño. Tenía una puerta de madera verde. Estaba cerrada.

Una vez estuvo frente a ella, la abrió lentamente con su mano llena de escamas, con mucho cuidado de no hacer chillar las bisagras, que claramente jamás habían sido aceitadas. No sabía por qué pero no quería hacer ruido. Con el de los latidos acelerados de sus dos corazones era suficiente. Una vez la puerta estuvo abierta completamente, la vio. Era mucho peor que un fantasma. Era un monstruo que ni en sus más terribles sueños habría podido imaginar. Quiso salir corriendo pero el pánico lo paralizó. Además no quería despertarlo. Imaginó que si lo hacía, era muy posible que su cuerpo gelatinoso y amorfo, tan parecido al suyo, se le abalanzaría y lo ahogaría con su olor fétido. Luego saldría de la casa, dejando un rastro de infección a su paso y terminaría por matar a todos los ciudadanos del mundo hasta que solo quedara él. Morir a manos de un monstruo como ese lo aterraba, pero el pensamiento de que aniquilara a toda la humanidad, por un segundo, dibujó una sonrisa de agalla a agalla en su rostro.

Cerró los ojos y contó hasta 10. No respiró profundo porque pensó que moriría al aspirar tanta muerte. Abrió los ojos, cogió la chupa y empezó a destapar el inodoro del baño, en el que había, por lo menos, lo equivalente a 5 días de cagos. Lo que nuestro personaje aprendió desde su primer día de trabajo era que el viejo don Raúl tenía Alzheimer y que siempre iba a cagar al baño del sótano y se le olvidaba halar la cuerda. Tras destapar el baño la primera de muchas veces, se sintió como un héroe y se autoproclamó Aquaman.

lunes, 11 de octubre de 2010

QUERIDO EXTRAÑO

(Primer cuento de taller de escritura: escribir un cuento basado en un artículo. El mío está basado en este: http://www.elpais.com/articulo/reportajes/escriben/condenados/muerte/elpepusocdmg/20100926elpdmgrep_4/Tes)

Querido extraño:
Era un lunes gris. Caminaba hacia el paradero del bus. Me disponía a cruzar la calle cuando lo vi. Su cabecita atorada bajo la puerta del garaje era un cuadro patético. Cómo le habría cabido por ahí en un principio era todo un misterio. Seguramente él estaba pensando lo mismo. O tal vez entre la comunidad canina  también corre el falso rumor de que por donde cabe la cabeza cabe el cuerpo, e intentó escapar.  Lloraba muy bajito. Con tristeza. Y resignación. Se notaba que le dolía. Que estaba asustado. Yo me quedé mirándolo un segundo. O un minuto. No sé. Pensé en acercarme a la casa y timbrar. Hacer algo para que sus dueños se dieran cuenta de que su perro sufría. Que tal vez no deberían dejarlo tanto tiempo solo en el garaje. Que no debieron dejar de quererlo cuando dejó de ser cachorro. Pero no lo hice. No timbré. Pasé junto al perro y seguí mi camino hacia el paradero. Lo dejé ahí, solo y asustado. El bus me recogió y me llevó a la escuela como todos los lunes. Y martes. Y miércoles. Y jueves. Y viernes. Yo seguí con mi día. Normal. Como si no hubiera visto a un pobre perro con la cabeza atorada bajo la puerta de un garaje sin hacer nada. “Soy peor que sus dueños” pensé.

Era un martes lluvioso. Una amiga me había invitado a su casa de campo de vacaciones. Su tío nos estaba llevando en su Monza color vino. Era un hombre calvo y mal hablado. Tenía en su rostro la expresión que llevan los hombres con vidas mediocres. O tal vez la que llevan los hombres que no son buenos. No sé. Paramos en una estación de gasolina y llenó el tanque. Nos preguntó si queríamos algo de comer. Las dos dijimos que no. Él se compró un yogurt. Era de fresa. Cuando terminó de tomárselo, lentamente bajó la ventana del carro. No sé si en realidad lo hizo lentamente o si así es como lo recuerdo yo. Tomó el último sorbo de yogurt de fresa y tiró el vaso a la calle. Sentí cómo se me destemplaba la boca del estómago. Estaba confirmado: no era un hombre bueno. Quise gritarle que era un bruto. Que si la puta de su madre no le había enseñado que la basura se bota en la caneca. Que cómo se sentiría si supiera que un animal se comería ese vaso de plástico y moriría tan lentamente como él había bajado la ventana del carro. O por lo menos tan lentamente como yo lo recordaba. Pero no lo hice. No dije nada. Él siguió manejando mientras yo trataba de calmar mi estómago destemplado. “Soy más mala que él”, pensé.

Era un miércoles por la noche. Salimos a bailar a un bar. Él estaba ahí. Él. Me moría por él. Por su discurso engreído. Por su forma de bailar sin mover los pies de un punto fijo. Por su pelo crespo y sus dientes grandes. Alguna vez escuché en un programa de televisión que la mayoría de la gente tiene los dientes más pequeños de lo que deberían y que la gente más linda los tiene grandes. Como él. Él. El amor de mi vida. Bailamos toda la noche y a la salida nos montamos en su carro. Era un Lada blanco. Viejo y feo. Pero era de él. Entonces era perfecto. Estábamos en el puesto de atrás. Él me besaba el cuello y yo sentía que era muy posible que muriera ahí mismo. Y que esa sería la mejor manera de morir. Yo quería mirarlo fijamente y plantarle un beso de telenovela. Él no lo iba a hacer y yo lo sabía. Yo tampoco lo hice. No tuve el valor. Llegaron todos los demás y se montaron al carro. El momento se había ido. Quizás para siempre. “Soy una estúpida”, pensé.

Era un jueves frío. Ella me miraba incrédula. Esa no era la manera en que su vida tenía que terminar. No con mis manos rodeando su cuello con tanta fuerza. No con una bebé de 8 meses en su vientre. Seguramente siempre había soñado que moriría vieja. En una mecedora. Tranquila. Habiendo criado a sus hijos y conocido a sus nietos. Pero la maté. Le robé su bebé y su sueño. Llamé a mi esposo desde la casa de ella y le dije que había acabado de tener a nuestra hija mientras estaba de compras. Desde hacía 9 meses lo tenía convencido de que estaba embarazada para que no me dejara por su secretaria. Todo era demasiado cliché. No tenía nada más planeado. La cargué y la bebé me miró de la misma manera que su verdadera madre lo había hecho hacía tan solo unos minutos. Incrédula. Y lloré. Lloré porque me di cuenta de que ella sabía lo que yo había hecho. Todo. Sabía que no había ayudado al perro atorado bajo la puerta del garaje en mi camino al paradero del bus. Y que no le había dicho nada al tío de mi amiga cuando botó el vaso de yogurt de fresa por la ventana del carro. Y que no me había atrevido a besarlo a él en el puesto de atrás de su Lada blanco. Y que acababa de matar a su madre. “No debí haber hecho esto”, pensé.

Ahora es viernes. No sé si gris, o lluvioso, o frío. No sé y no importa. Es el último viernes de mi vida. Y éstas, las últimas palabras de una carta que ya no podré escribir. Querido extraño, me gustaría que la hubieras leído. Que aunque sea una persona en el mundo supiera que me arrepiento. De todo. No lo dije en el juicio. Tampoco en los 10 años que llevo esperando que llegue este momento. Ahora una mujer me está clavando agujas en los brazos. Los mismos brazos que la mataron. Esto es a lo que se refieren cuando dicen “ojo por ojo”. Quiero llorar pero tengo tanto miedo que no puedo. Me pregunto si ella sintió lo mismo que yo. Qué le habrá pasado por la cabeza antes de cerrar los ojos. ¿Será que también recordó todas las cosas de las que se arrepentía como yo? Espero que no. Espero que, como dicen por ahí, la vida le haya pasado frente a los ojos y que su vida estuviera llena de momentos felices. Todos menos el último. Tras el vidrio puedo ver a su esposo mirándome fijamente, así como quise mirarlo a él, al amor de mi vida, ese miércoles por la noche. Pero el momento se ha ido. Esta vez para siempre. “Debí haberlo besado”, pensé.