miércoles, 4 de noviembre de 2009

CUARENTA Y CINCO

Sonó como si alguien hubiera tirado una bolsa de leche desde un doceavo piso. Segundos después un grito de mujer. Inmediatamente recordé a ese amigo de papá que borracho en una reunión dijo que las mujeres cuando gritan alcanzan decibeles tan altos, que se les distorsiona la voz y que aunque la que gritara fuera la propia madre, no se le podría reconocer. Todos reímos. Risas falsas provocadas por comentarios ebrios. Esa tarde comprobé que el amigo de papá estaba equivocado. La que había gritado era mi madre y lo supe al instante. Quise pensar que, como siempre, se trataba de un pequeño accidente casero que ella solía aumentar a tamaño de tragedia. Como esa vez que se le rompió un frasco nuevo de mostaza importada. Dejó de hablar una semana y sólo salía de su cuarto para hacernos la comida a papá y a mí. Mi madre es una de esas personas que necesita disculpas para deprimirse, tal vez por eso es experta en fabricarlas. Nunca supo que la vi lanzar el frasco nuevo de mostaza importada contra el suelo de la cocina.

“Los días. Has estado en todos y cada uno de ellos. Los buenos, los malos, los peores, los  increíbles y por supuesto, en los normales. Has estado ahí, encima, debajo, saliente y pendiente. Todo eso pasa en los días.”

Quise quedarme en mi cuarto, leyendo, pero no pude. El grito de mi madre me provocó un escalofrío recurrente imposible de ignorar. Guardé las cartas donde siempre y bajé las escaleras despacio, muy despacio. No sé por qué no quería llegar al primer piso, así que estúpidamente traté de retrasar lo inevitable. No estaba en la sala, ni en la cocina. La puerta del garaje estaba abierta, dejaba entrar la sombra de mi madre. Ella estaba de rodillas, totalmente inmóvil. No se oía nada. Pensé que tal vez sí se le había caído una bolsa de leche, lo extraño era que no vivíamos en un doceavo piso. De todos modos fui a la cocina por un trapero y salí. La leche no es roja, ni tan espesa y no sale de la boca de mi padre. Estaba tirado bocabajo sobre el antejardín, encima de los Pensamientos que le ayudé a sembrar a mi madre el verano pasado. Siempre se quejaba de que no tenía tantas flores como el de doña Sol.


“Se ve en las películas, en el ballet donde tiran a la mujer ganso por los aires y la recibe el tipo flaco, pura fibra de marica, y se miran… pero no se desean.”

Mi madre libraba una extraña guerra con la vecina. Si a la hora del almuerzo la comida de doña Sol olía mejor que la de ella, lo tiraba todo a la basura y volvía a empezar hasta que la de ella oliera mejor. La época de Navidad era una tortura. No se sabía en qué momento anochecía de tantas luces. Las de doña Sol. Las de mi madre. Nadie nunca se quejó, sin embargo. Creo que es de conocimiento general que no es buena idea entrometerse en las empresas de un ama de casa. Jamás supe qué o quién habría decidido qué o quién era la ganadora en esa sorda guerra pero por el llanto inconsolable de mi madre el día que doña Sol pasó a mejor vida, la muerte no lo era.

“Todos los días has estado. Sigues siendo mis días. Los buenos, los estupendos, los días que componen en un calendario una corta, pero dura, pero hermosa sonata. Has estado en esos y también en los que no has estado, has estado.”

Yo seguí ahí, sin moverme, apretando el trapero en la mano. Mi madre miraba absorta los Pensamientos aplastados bajo la barriga de papá, los pétalos deshaciéndose bajo ese grueso manto de sangre que fluía como un río y caía gota a gota sobre la baldosa. Esa mancha no iba a desaparecer. Una mañana mientras se afeitaba, papá se cortó. Era una herida pequeña pero sangró por horas. Él se quedó arrodillado en el piso sintiendo la sangre escapar de su rostro, hasta que llegué y lo saqué del trance en que estaba sumido hacía quién sabe cuánto. En la baldosa del baño quedó una mancha escarlata con la forma de Italia. Mamá trató de limpiarla pero fue imposible. Incluso compró uno de esos blanqueadores mágicos que salen por televisión. Tampoco funcionó. Después de unos meses se rindió. Papá dijo que no era tan grave, que en adelante nos bañaríamos en Europa todos los días, que no muchos tenían la fortuna de decir eso. Excepto quienes viven en Europa claro está.

“Y suena una tuba. En Shangai los días son más normales que en cualquier otro lugar. Sencillos, como rojos, como de verduras secas. Todos fuman al mismo tiempo oyendo la misma tuba. Se miran y piensan que en Nueva York todos los días son normales.”

Mi madre no lloró. Se me hizo extraño después de haberla visto ahogada en lágrimas en el funeral de doña Sol. Habría parecido que quien había muerto era el amor de su vida. Nunca la había visto tan triste. He llegado a pensar que le perturbaba más ver la baldosa manchada, los Pensamientos arruinados, que a mi padre muerto sobre ellos.

“Jack Keroauc sale aburrido de Nueva York en busca del corazón de América, dónde es que palpita Omaha. Es un viejo en bicicleta pedaleando en el cuarto de un motel al lado de la carretera que lleva tus pasos a una taza de café recién hecho.”

No se le cayeron los zapatos. Un día un carro atropelló un peatón a dos calles de mi casa. Yo pasaba por ahí cuando un policía estaba tendiendo la sábana blanca sobre el cadáver. Era muy pequeña o el muerto muy grande. Se le veían los pies. El izquierdo no tenía zapato, estaba tirado cerca del carro. Yo siempre había pensado que eso del zapato sólo pasaba en las películas para aterrar a la gente. Esa tarde entendí que tal vez los peatones irresponsables no se amarran bien los cordones. Papá siempre se hacía doble nudo.

“Mónica la de la armónica y un gallo envalentonado te tira a picar la lengua, que te calles, que seas mudo, que sudes y que tu sudor sea de miel.”

Tenía los ojos abiertos, como si aún no hubieran perdido la vida. Me recordaron a las lombrices. Cuando las cortan en dos cada pedazo sigue moviéndose un instante. Papá me lo mostró un día cuando yo tenía seis años. Por un segundo dejé de verlo como estaba y sólo vi una gran lombriz partida en dos, revolcándose incesante, mirándome. Estaban fijos en mí, sus ojos vidriosos. Tenían una mirada que ya conocía. Papá me la había lanzado la noche anterior a la hora de la cena. Era como si hubiera esperado a lanzármela por última vez. “Ciérrale los ojos.” Eso lo pensé, no lo dije. No me habría atrevido a producir siquiera un intento de ruido en ese momento. Creí que mi madre me leería el pensamiento, pero sentí que me miraba de la misma forma aún estando tras ella. No se los iba a cerrar.

“Yo sólo pienso en mis días normales contigo a mi lado. Con un ojo abierto y el otro soñando. Espiando tu inocencia cuando cantas bajito.”

De repente empecé a oír un zumbido. Como si una nube de moscas sobrevolara la casa. Imposible, ningún muerto se pudre tan rápido. No eran moscas, eran cabezas y flotaban. Habían perdido el cuerpo y se sostenían en el aire aleteando las orejas. Miraban a papá y zumbaban, como si estuvieran planeando un ataque masivo. Todas se veían igual pero algunas eran familiares. Esas eran las que más comentaban, las que me estaban enloqueciendo con ese rumor estentóreo. Después de unos segundos no pude contenerme y me abalancé hacia ellas con el trapero. Logré alcanzar a un par hasta que las espanté a todas. Esa tarde entendí que los muertos frescos atraen al peor tipo de insectos.

“En Pernambuco nadie tiene días normales. El mar inexistente les da motivos para inventárselo con papel maché azul y un rollo de papel aluminio. En Pernambuco las vacas toman más leche que los hombres y nadie tiene dientes de leche.”

No debería decir nada en realidad. También yo he pecado de morbo. Una noche llegaba a casa de... algún lugar, ya no recuerdo... y vi un carro parqueado en la esquina del parque. Los vidrios estaban empañados y a través de ellos se podía distinguir dos sombras que parecían bailar entre su propia niebla. Tuve que acercarme. Eran un hombre y una mujer haciendo el amor. Febril, insaciable. Yo me quedé ahí, observándolos, hasta que la mujer notó mi perversa presencia y produjo uno de esos gritos distorsionados de los que hablaba el amigo borracho de papá. Corrí lo más rápido que pude pero el hombre logró alcanzarme. No me partió la cara porque me reconoció. Era el esposo de doña Sol. Me llevó a rastras a casa y le contó a mis padres lo que había sucedido. Mi madre no dijo nada al respecto, creo que no podía creer que doña Sol, a sus años, todavía.... Papá sólo me miró con desdén y subió a su cuarto. Esa noche pensé que había entendido la naturaleza de mi intromisión. Ahora tengo mis dudas.

“Nos sueño en Shangai, en una cama los dos, la luz de los neones metiéndose por la ventanita por donde escupo cada vez que puedo… y nos sueño sin decirnos adiós, sin venirnos, haciendo el amor hasta que salga el sol y sea hora de dormir. Un día normal en Shangai son mil días de guerra en Liberia, tres días de menstruación de sueño.”

Al final de la calle había un punto azul. Se acercó lentamente, parsimonioso, hasta que se convirtió en el cartero. Tenía unos cuantos sobres en la mano. Cuando llegó frente a la casa se paralizó y los dejó caer sobre la baldosa inundada del antejardín. ¡Qué calamidad! Cuántas palabras se ahogaron en ese mar de sangre. Carta número 46: nunca supe lo que dijo. Fue la primera que rápidamente se tiñó de rojo, la que murió con papá.

“Un día normal es aquel en el cual pase tanto, que no pase nada. ¿Quién necesita otro 11 de Septiembre? Eso pasó en un día normal y un día normal contigo es la eternidad de lo que se conoce como amor absurdo, el de verdad.”

Carta número 45: papá la tenía en su mano derecha, estaba arrugada pero se alcanzaba a leer la última línea, “…como amor absurdo, el de verdad. Te amo, Javier”.Mi madre se volteó ligeramente, abrió la boca con dificultad y me dijo, "Victor, llama a la policía."

FORTY FIVE

It sounded as if someone had dropped a bag of milk from a twelfth floor. Seconds later, a woman’s scream. I immediately remembered father’s drunken friend who once said that when women scream, they reach such high pitches, their voices distort to the point that even if the one screaming were one’s mother, it would be impossible to recognize her. We all laughed. Fake laughs triggered by intoxicated remarks. That afternoon I learned father’s drunken friend was wrong. The woman who had screamed was my mother and I knew it instantly. I wanted to think that, as usual, it was all about a little accident that she usually blew out of proportion. Like that time she broke a brand new jar of imported mustard. She didn’t talk for a week and only left her room to make father and I food. My mother is one of those people who need an excuse to feel depressed; maybe that’s why she is an expert at fabricating them. She never knew I saw her throw the brand new jar of imported mustard against the kitchen floor.

“The days. You’ve been in every single one of them. The good, the bad, the worst, the incredible, and of course, the normal. You’ve been there, on top, on the bottom, going out, coming in. All of that happens in the days”.

I wanted to stay in my room, reading, but I couldn’t. My mother’s scream had left me with a recurring chill, impossible to ignore. I kept the letters where I always did and went down the stairs, slowly, very slowly. I didn’t know why but I didn’t want to reach the ground floor, so I stupidly tried to delay the inevitable. She wasn’t in the living room, or in the kitchen. The front door was open; I could see my mother’s shadow coming from outside. She was on her knees, completely motionless. I couldn’t hear anything. I thought that maybe she actually had dropped a bag of milk; the weird thing was that we didn’t live on a twelfth floor. I went to the kitchen, grabbed a mop and headed out. Milk is not red, or that thick, and it doesn’t come out of my father’s mouth. He was laying facedown on the front yard, on top of the lilies I helped mother plant last summer. She always nagged about her garden not having as many flowers as Mrs. Sunshine’s.

“You can see it in the movies, in the ballet where the goose lady is thrown across the circus tent and received on the other side by a skinny man, pure, unadulterated gay muscle, and they look at each other… but they don’t want each other”.

My mother fought a strange war with our next-door neighbor. If at lunchtime her food smelled better than hers, my mother would throw everything out and start over until hers smelled better. Christmas time was the worst. You couldn’t tell night from day, there were so many lights. Mrs. Sunshine’s. My mother’s. Nobody ever complained though. I think it’s common knowledge that you shouldn’t meddle in housewives’ enterprises. I never knew what or who would have decided what or who was the winner in that deaf war, but judging by my mother’s inconsolable crying the day Mrs. Sunshine passed away, death wasn’t.

“You’ve been there everyday. You still are my days. The good, the great, the days that compose in a calendar a short, but hard, but beautiful sonata. You have been in those and the ones in which you haven’t been, you have”.

I remained there, completely still, squeezing the mop tight in my hand. My mother stared at the crushed lilies under father’s belly, the petals slowly dissolving under that thick mantle of blood that flowed like a river and dripped over the tiles. That stain was not coming off. One morning while shaving, my dad cut his face with the razor. It was a small wound but it bled for hours. He stayed there, kneeling on the floor, feeling the blood escape his face, until I found him and shook him out of the trance he had been in who knows for how long. An Italy-shaped, pinkish stain marked our bathroom’s floor. My mother tried to clean it but it proved impossible. She even bought one of those magic cleaners shown on television. It didn’t work either. After a few months she just gave up. Father said it wasn’t so bad. That from then on we would bathe in Europe everyday, that not a lot of people get to say that. Except from those who actually live there, of course.

“A tuba sounds in the distance. In Shanghai, days are more normal than anywhere else. Simple, reddish, like dried vegetables. Everyone smokes at the same time, listening to the same tuba. They look at each other and think that in New York, every day is normal”.

My mother didn’t cry. It was weird seen as she had cried her eyes out at Mrs. Sunshine’s funeral. It seemed as if she had lost the love of her life. I had never seen her so sad. I have thought that she was more upset over the stained tiles, the ruined lilies, than over my dead father lying over them.

“Jack Kerouac leaves New York, bored, looking for America’s heart, where is it that Omaha ticks. An old man rides his bicycle in the motel room by the side of the road that leads your footsteps to a cup of black coffee”.

His shoes didn’t fall off. A car hit a man two blocks from my house a while ago. I was walking by when the cop was covering the body with the white blanket. Either it was too small or the corpse was too big. You could see his feet. The left one had lost its shoe; it was lying near the car. I had always thought that only happened in movies to freak people out. That afternoon I understood that irresponsible pedestrians don’t tie their shoelaces properly. Father always made a double knot.

“Monica with the harmonica and a daring rooster pecks at your tongue, invites you to be quiet, to be mute, to sweat and for your sweat to be made of honey”.

His eyes were open, like they weren’t dead yet. They reminded me of worms. When you cut them in half, the two pieces keep moving for an instant. Father showed me when I was six. For a second, I stopped seeing him as he was and I could just see a giant worm, cut in half, swirling incessantly, looking at me. They were stuck on me, his glassy eyes. They had a look I knew. Father had given it to me the night before at dinnertime. It was as if he had waited to give it to me one last time. “Close his eyes”. I thought that, I didn’t say it. I wouldn’t have dared say anything at that moment. I thought my mother would read my mind, but I felt her looking at me the same way, even standing behind her. She wasn’t going to close them.

“I only think of my normal days with you by my side. One eye open and the other one dreaming. Spying on your innocence every time you whisper a song”.

Suddenly, I started hearing a buzz. As if a cloud of flies was hovering over our house. Impossible, no corpse decays so quickly. They weren’t flies, they were floating heads. They had lost their body and held up in the air by flapping their ears. They looked at father and buzzed, as if they were planning a massive attack. They all looked the same but some were more familiar. Those were the ones that buzzed the most, the ones that were making me crazy with their stentorian murmur. After a few seconds I couldn’t control myself and I rushed towards them with the mop. I managed to hit a couple until I scared them all away. That afternoon I understood that fresh corpses attract the worse kind of insects.

“In Pernambuco nobody has normal days. The non-existent sea gives them a reason to invent it with blue paper mâché and a roll of tinfoil. In Pernambuco, cows drink more milk than humans and no one has baby teeth”

I shouldn’t say anything really. I too have enjoyed a morbid moment or two. One night I was getting home from… somewhere, I don’t remember anymore… and I saw a parked car in front of the park. Its windows were all steamed up and I could make out two shadows inside that seemed to be dancing in their own fog. I had to come closer. It was a man and woman, making love. Feverish, insatiable. I stood there, watching them, until the woman noticed my perverse presence and produced one of those distorted screams father’s drunken friend talked about. I ran as fast as I could but the man managed to catch me. He didn’t smash my face in because he recognized me. It was Mr. Sunshine. He dragged me to my house and told my parents on me. My mother was speechless, I think she couldn’t believe that Mrs. Sunshine, at her age, still… Father only looked at me with disdain and went upstairs to his room. That night I thought he had understood the nature of my intromission. Now I have my doubts.

“I dream of us in Shanghai, the two of us in bed, neon lights getting in through the tiny window through which I spit from time to time… I dream of us never saying good bye, never cumming, making love until the sun rises and it’s time to sleep. A normal day in Shanghai is a thousand days of war in Liberia, three days of menstruating dreams”.

There was a blue dot at the end of the street. It got closer slowly, until it turned into our mailman. He had some envelopes in his hand. When he arrived at our house he froze and dropped them all on the flooded floor. What a calamity! Oh, how many words drowned in that sea of blood. Letter number 46: I never read it. It was the first one to dye red, the one that died with father.

“A normal day is one in which so much happens, that nothing really does. Who needs another September 11? That happened on a normal day and a normal day with you is the eternity known as absurd love, the real kind”.

Letter number 45: father had it in his right hand, it was all wrinkled but you could still read the last line, “…absurd love, the real kind. I love you, Mark”. My mother tilted her head slightly, opened her mouth with difficulty and said: “Patrick… call 911”.

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