No lo dudó. Cerró los ojos y saltó. Sólo entendió lo que era el dolor cuando cayó. Hasta ese momento, era solo parte de un rumor que corría por el cielo. Le gustó, únicamente porque nunca lo había sentido. Nunca había sentido. Y confirmó que lo que acababa de hacer, estaba bien. Pero algo inesperado sucedió. Todo en su cuerpo se despertó con el golpe. Todo, menos sus manos. Esas siguieron dormidas, siguieron estando hechas de vapor. ¡Qué calamidad!
Cada vez que veía a los tristes desde arriba, sentía la extraña urgencia de ponerles la mano en la espalda. Creía que esa era la mejor manera de que sintieran que no estaban solos. Que alguien compartía su dolor, haciéndolo, de alguna manera, un poco más pequeño. Sin manos jamás iba a poder hacer eso, pero ya no había vuelta atrás.
Quiso entonces alejarse del mundo. No ver a los tristes tan de cerca. Caminó. Corrió. Hasta que llegó a una explanada donde el pasto se unía con el cielo para donde quiera que mirara. En medio de ese campo, se encontró una pequeña Rosa. Solo una. Estaba casi completamente marchita. Pero aún así, se veía hermosa. En sus pétalos cafés se leía una vida dura, pero vida todavía. Y se leía también que hacía mucho tiempo estaba sola.
Impulsada por la extraña urgencia que la invadía al mirar a los tristes desde el cielo, estiró el brazo, acercó su mano de vapor a la pequeña Rosa y, milagrosamente, una de sus espinas la pinchó. Bajó la mirada sorprendida y vio que sus manos se habían vuelto de carne y hueso y que de su dedo índice salía un pequeño hilo de sangre, que volvía a teñir de rojo los pétalos de la flor. Y sintió que por su dedo índice, entraba al mismo tiempo el dolor de la pequeña Rosita, que ahora era de ella también, haciéndose, de alguna manera, un poco más pequeño.