martes, 22 de junio de 2010

WANT

What do I want? I want a fat wallet. Earned respect. A little structure. Is that too much to ask? I want a two-way highway. Reciprocity. Words with spine. That should make me stand. I want a curve of a nose that fits my mouth. Like a glove. I want no more brooding. Enough with the addicted and the damned. I want you. All of you. Every soft spot. Every wrinkle. Every inch. I want decent conversations. Not too arrogant. Not too complex. Not too. Just decent. I want a role-playing partner. Life is not a rehearsal, but it is an act, right? I want perfect kisses. Yours still top my list because I have only loved your lips. I want honest laughs. Ones that knock me off my feet one more time. I want to blow your mind. Into tiny little pieces and make soup for the hounds. I want to feel some empathy. A hint of remorse. Something that tells me I’m a little human. If only inside. I want a geek. Someone who like me doesn't know what it feels like to fail a subject. Thrive, pure and unadulterated thrive. I want to be on trial. And be found guilty. I want to be a flight risk and for you to aid and abet me. Something to wake me up. I want you to be my bitch. To fall head over heels and see if that’s what love feels like. I want to be a vampire and suck you dry. I want to read minds. And travel at the speed of light. I want to become supernatural in a high. I want to be religious. Speak in tongues. Have some faith. Maybe that will make it make sense. I want to be a piece of work. A spoiled brat. I want to throw temper tantrums that make you mad. Feel a taste of what it feels like to be a parent and maybe… change my mind. I want to make a cake out of this dough they call life. And give you a little piece with raspberry syrup on the side. I want to tell you everything I want.

viernes, 18 de junio de 2010

POR EL CAMINO VIEJO

Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no sólo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo, en vez de sus usuales ganas de que los doctores den excusas médicas cuando la gente se siente triste. Eso o una droga que cure esa tristeza, pero una que no haga doler la cabeza, ni vomitar al día siguiente, efectos secundarios de la que ella siempre tomaba. “Nada peor que automedicarse”, decía con aliento a limpiavidrios, que es a lo que siempre me olió la ginebra.

Pero no, los médicos solo excusan las tristezas causadas por desbalances químicos y su tristeza, según ella, no era clínica, era simplemente tristeza y para esa no había nada que la medicina tradicional pudiera hacer. “Cambiar de vida, o tal vez volver a nacer”, decía. Aunque posible, la primera siempre le pareció más difícil que la segunda.

Para ella la tristeza era como el invierno. Así le produjera sueño y la sintiera como miles de agujas entrando por todo su cuerpo sin anestesia, tenía que seguir despertándose a la misma hora; comiendo la misma porción de papaya a ver si su estómago desagradecido cagaba por primera vez en días; teniendo que ir al mismo trabajo que para lo único que le servía era para aburrirla, que no era tarea difícil en todo caso, y bueno, para comprar esa medicina que aliviaba de manera temporal los síntomas de su largo invierno.

Por momentos pensaba que era solo una excusa para no tener que apalear la nieve por las mañanas. A veces cuando lo hacía, empezaba a llorar y las lágrimas se le congelaban una a una sobre la cara, hasta que parecía estar derritiéndose cual muñeca de cera. Se veía tan patética que no me quedaba más remedio que quitarle la pala de la mano y fabricar un camino por el que los dos pudiéramos escapar lo más rápido posible. Ella entraba a la casa obediente, como una niña de colegio, de esas que no saben qué se siente no hacer tareas y le dicen al profesor quién fue el que le pateó la lonchera en el recreo. Se iba al baño a echarse agua en la cara y después me observaba desde la ventana hasta que terminaba.

También olía a pretexto cuando al llegar de trabajar le preguntaba qué había de comer y ella solo bajaba la cabeza y miraba el mesón de la cocina, donde se encontraban muy bien dispuestos todos los ingredientes necesarios para hacer una cena elaborada, siendo ingredientes todavía. Nada qué hacer excepto quitarme la chaqueta, subirme las mangas de la camisa con resignación y terminar lo que ella había medio empezado. Ella se sentaba al otro lado del mesón y comía aceitunas negras que yo siempre le ponía en un platico para que se entretuviera mientras estaba lista la comida.

Ese día empezó como todos. Conmigo apaleando la nieve mientras ella lavaba su rostro desfigurado por las lágrimas congeladas en el baño. Entre ese momento y mi hora de llegada ignoraba qué era de su vida. Nunca hablábamos por teléfono, solo si era estrictamente necesario. Después de unos años juntos nos dimos cuenta de que contarnos las nimiedades de nuestro día a día no constituía más que un desperdicio de saliva. Llegué a casa. Sobre el mesón, una caja de pasta sin abrir y medio tarro de salsa napolitana. En la cocina, ella abriendo la lata de aceitunas. Era lo más que la había visto hacer por la cena en años. Le agradecí con una sonrisa. Me quité la chaqueta, me subí las mangas de la camisa y antes de empezar a cocinar cogí una aceituna entre el índice y el pulgar y me la llevé a la boca. Me chupé los dedos antes de sacarlos de mi boca y empecé a morder.

De repente, empecé a ponerme tan morado como la aceituna que, ese día, había decidido tomar el camino menos recorrido. El que nunca tomé yo. En ese momento, más que fijarme en sus ojos, que me seguían aterrados, llenos de lágrimas y sin saber qué hacer como siempre, mientras yo torpemente trataba de agarrarme de lo que fuera, como si eso fuera a ayudarme a poner la aceituna en el tracto correcto, sólo pude pensar en por qué la gente cuando se atora, dice que la comida se le fue por el camino viejo. ¿Por qué es viejo ese camino? ¿O es que por viejo deja filtrar las cosas que deberían irse por el correcto?

Después de eso, cuando ya se acercaba el momento, mi momento, me pasó algo que creía que solo pasaba en el cine. Vi mi vida pasar frente a mis ojos. Pero no la vida que ya había vivido, sino lo que me faltaba por vivir. Fue una sucesión de escenas idénticas, en las que lo único que cambiaba era mi ropa y hasta esa se repetía eventualmente. Sí, mi vida pasó frente a mis ojos como una película con principio y desenlace, pero sin nudo. Y saber que ya nunca más tendría que apalear la nieve mientras ella me miraba inerte por la ventana, que ya no tendría que hacer la comida cada noche mientras ella mascaba aceitunas sin siquiera tomarse la molestia de botar las semillas en la basura, me llenó de calma. Entonces dejé de aferrarme a las cortinas de la sala como si fueran mi propia vida y me dejé caer.

Tenía puesto un vestido de rayas y una bufanda de flores ese día. Hace unas semanas había hecho exactamente la misma combinación. “Rayas no salen con flores” pensé en ambas ocasiones, pero no se lo dije. Ella siempre se ponía bufanda, porque ver su cuello desnudo le hacía dar ganas de enrollarlo en una soga colgada del techo y saltar, como lo haría momentos después de verme tirado junto a la ventana, simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción, hasta ese momento, no solo rara sino imposible.