lunes, 21 de diciembre de 2009

LAS ÚLTIMAS VACACIONES DEL DIABLO

Ya no tiene que mover un dedo. Los hombres hacen todo el trabajo. Es innecesario concederles deseos u ofrecerles tesoros. Las pierden sin que él haga el más mínimo esfuerzo. En el momento que halan el gatillo, cuando traicionan, siempre que mienten. Tan sencillo como si las botaran por el inodoro y halaran la cuerda. Lo único que él tiene que hacer es ponerlas en sus respectivos envases de vidrio y marcarlos con nombre, apellido y pecado cometido. Se ven lindas ahí atrapadas. Como luciérnagas, solo que más grandes y más luminosas. Mucho más luminosas. A veces el brillo de tantas lo enceguece. En el Infierno ya nunca se hace de noche por su culpa. Por eso siempre tiene sueño. Y por eso siempre está de mal humor. Gracias a la luz de su enorme colección de almas que no lo deja dormir. Sufre de insomnio.

A veces quisiera que su hogar no fuera tan infinito, que a sus estantes se les acabara el espacio, o que se fueran todas al Cielo y alumbraran allá, donde hay tanto negro. A veces quisiera que los hombres sintieran una mayor diferencia, más dolor, al perderlas y no simplemente un corto escalofrío que no los mata, sólo los adormece. Pero no, apenas se les ponen los pelos de punta unos segundos y siguen viviendo, entumidos, hasta que se mueren. Y ni siquiera se dan cuenta de que algo les falta. Él escucha sus pasos aletargados a través del techo y a veces, pocas veces, siente pesar por ellos. Pero después ve los comerciales en televisión anunciando nuevas medicinas que ayudan a respirar mejor, a tener erecciones más largas, a cagar tres veces al día. "Si presenta problemas al orinar, se le hincha la lengua, o se le seca la boca, consulte a su médico". Es una burla. La gente no se muere de vieja, ni de enfermedades. Se muere de apatía. La ignorancia lo tensiona. Sufre de estrés. Ser Diablo no es fácil.


Por eso, una vez cada cien años, a veces más, a veces menos, sube de vacaciones al mundo y, de noche, duerme. En silencio, profundamente, duerme. De día camina entre los mortales. Se sienta en la banca de cualquier parque, los dibuja en su cuaderno mientras se toma un café y los odia. En silencio, profundamente, los odia. Por poder dormir, por tener almas luminosas, por siempre hablar más de la cuenta y de cosas tan tontas. Pero lo que más lo trastorna, lo que hace que le rechinen los dientes de repulsión, es esa rara enfermedad que todos parecen padecer. "Si presenta pérdida de control, su conducta se desplaza fuera de lo racional y su percepción de la realidad se ve perturbada, consulte a su médico". Cuando apenas empezaba a ser Diablo, se regodeaba en saber que con cada alma que llegaba a su puerta, el mundo se hacía un poco menos… empalagoso, con menos poemas cursis y menos cajas de chocolate en forma de corazón y menos marchas nupciales. Tardó poco en entender que para esta particular enfermedad no había vacuna y que el mundo seguiría siendo para siempre empalagoso a pesar de sus esfuerzos por removerle la dulzura. Es que la gente que no ama con el alma, ama con el cuerpo. Es así de fatal. “¿Para qué seguir coleccionándolas entonces?”, se pregunta todo el tiempo. Sabe que la respuesta está claramente escrita en su contrato, pero para él esto de recopilar almas ya no es un trabajo, es un vicio, su razón de ser. Por eso nunca se responde y sigue marcando frascos y recordando ese tiempo pasado en que atrapar almas era como cazar mariposas, cuando suponía un reto y no se le entregaban como se le entrega una puta al mejor postor.

Hace miles, millones de años, estudiaba rigurosamente cada caso hasta que daba con el objeto perfecto, la situación precisa, la sensación providencial a la que a una determinada persona le sería imposible negarse. Eso ocupaba gran parte de su tiempo, del que dispone todo. Pero la mayor satisfacción llegaba después de la firma. Cuando el cliente, tras poner su nombre sobre la línea punteada, veía su alma brillante, hermosa, salir de su boca y golpearse errática contra las paredes de su nuevo hogar de vidrio tratando de escapar, de volver a su dueño que la desperdició tanto y en tantas nimiedades. Y aparecía en sus rostros esa expresión. Como si les hubieran arrancado una muela, de raíz y sin anestesia. Les dolía, intensamente y en todo el cuerpo, y el cristal de sus ojos se teñía de negro, de un eterno luto que haría que aquello por lo que habían acabado de intercambiar su esencia jamás les produjera ese bienestar que tanto añoraban. Al Diablo le gusta el dolor. Provocarlo. Por eso a veces, cuando camina por alguna carretera destapada en Marruecos o una playa rocosa en Grecia, le hace zancadillas a los turistas, a ver si se les raspa una rodilla con todas esas piedrecillas puntiagudas y les produce ese sufrimiento del que hace tanto no es testigo y que extrañaría hasta los huesos, si los tuviera.

Pobre Diablo, nunca imaginó que los hombres tomarían sus macabros inventos, como a él le gustaba llamarlos, y se harían perder las almas unos a otros, dejándolo sin nada que hacer; que en esos frágiles y decadentes cuerpecillos germinaría una maldad que ni siquiera él habría podido sembrar. Por eso casi siempre a final de año, cuando la gente decide creer en Dios sobre todas las cosas y no seducir a la mujer del vecino y no cometer actos impuros, se sienta en su escritorio, recuesta su cabeza contra las pezuñas y recuerda esos viejos tiempos en que la gente le temía y al mismo tiempo rogaba porque se les apareciera y les cambiara la vida. Cuando todavía no sabían que podían perder el alma sin su ayuda. Pero después de unos minutos se aburre de recordar y entonces decide reorganizar sus frascos. Lo encuentra terapéutico. A veces los ordena por pecado, otras por la intensidad de su luz; cuando está menos creativo, por orden alfabético. No sabe qué lo aburre más, si recibir pocas almas, o que ya no le importe si llegan. Desde hace un tiempo todo le da lo mismo. Sufre de depresión.

Pero no fue siempre así. Hace miles, millones de años, uno de esos días en que casi no muere nadie, llegó al Infierno un alma diferente. Era luminosa, igual que las otras, pero tenía un tono fluorescente, un color pastel hermoso, que el Diablo jamás había visto. Se llamaba Sándalo y a eso olía. Tenía que ser una equivocación. Esta alma debía ir al Cielo, pero hasta ellos cometen errores burocráticos. Y en el reglamento dice claramente que una vez un alma entra al Infierno, jamás puede salir. Esto, sólo para comprobar que hasta después de la muerte se puede correr con mala suerte. Así que la metió en un frasco, lo marcó con su mejor caligrafía y lo puso sobre su mesa de noche. Esta alma no merecía perderse en los estantes donde reposan las que sí merecen estar allí. Y se quedó mirándola por horas. Estaba tranquila. Quieta. No como las otras, que jamás dejan de intentar romper el vidrio. Como si hubiera aceptado la eternidad a la que había sido condenada por error. Como si le gustara estar ahí. Con él. Y por primera vez en miles, millones de años, el Diablo supo lo que era no sentirse solo. Y le gustó.

Todos los días la luz de Sándalo lo alumbraba mientras caminaba por los estrechos pasadizos del Infierno. Y él le contaba sus diabluras. Y le susurraba canciones de cuna, por si acaso, como a él, le costaba trabajo conciliar el sueño. Sándalo lo escuchaba y lo amaba. Si hubiera tenido ojos, lo habría besado con la mirada. Y su hubiera tenido boca, lo habría acariciado con las más suaves palabras. Y si hubiera tenido manos, le habría cantado el más dulce de los amores con sus dedos. Pero las almas no miran, ni hablan, ni tocan, ni duermen. Sólo iluminan y, las buenas, se vuelven estrellas al llegar al Cielo. Las fugaces son las que todavía no han encontrado su esfera y viajan sin rumbo por el espacio sideral. El Diablo sentía algo extraño cada vez que la veía. Algo que nunca antes había sentido. Y sabía que podía vivir sin ella, pero no quería.

Pero por más fuerte que sea un brazo, cuando está extendido por mucho tiempo esperando que le aprieten la mano, se cansa. El Diablo vivía por Sándalo y ella, la pobre, lo único que podía hacer era brillar y brillar con su luz color pastel. Y así, llegó un día en que el Diablo volvió a sentir esa profunda aburrición que lo invadía en los días en que no muere tanta gente. Y siendo él quien menos lo esperaba, se encontró deseando que llegara otra alma equivocada y le volviera a cambiar la vida. Pero eso no pasó. Desde ese día dejó de pasearla por los estrechos pasadizos del Infierno, y dejó de contarle sus diabluras, y dejó de susurrarle canciones de cuna. Si Sándalo hubiera tenido ojos, habría llorado siete mares. Y si hubiera tenido boca, habría suplicado por su amor. Y si hubiera tenido manos, habría acabado con su sempiterna vida de una buena vez, para no tener que pasar su eternidad viendo a su amado a través de un vidrio, como un pescado ve a su dueño a través de la pecera. Y mientras tanto, al Diablo todo volvió a darle lo mismo. Y volvió a sufrir de depresión.

Por eso, tras mucho dudar y poco dormir, decidió que una vez más necesitaba unas vacaciones. Nunca imaginó que esas serían las últimas. “¿A dónde ir esta vez?”, debatía para sí mientras miraba las fotos de cualquier isla paradisíaca muy bien dispuestas en la página de clasificados del periódico. Siete días, seis noches, todo incluido por una módica suma. ¿Acaso la felicidad tiene precio? “Sí. A veces, puede costar el alma”, pensaba y pasaba la hoja. Pero no quería ir a la playa, la arena lo incomoda. Se pega a su piel aceitosa. Esta vez quería ir a un lugar remoto. A un pueblo perdido donde la gente tal vez lo reconociera y huyera en pánico, donde se oliera algo diferente, no a flores podridas, que es a lo que apesta el Infierno desde que se disipó el aroma de Sándalo. Lo enferma. Ha logrado impregnar toda su ropa, cada pedazo de mueble, las páginas de los libros de su biblioteca. El Diablo tiene un olfato sensible. Sándalo también quería que se fuera. Era preferible sentirlo lejos sin verlo, que saberlo cerca sin sentirlo.

Estaba a punto de darse por vencido en su búsqueda del lugar perfecto cuando de pronto, mientras desayunaba, oyó un ruido sospechoso. Alguien había deslizado un sobre bajo su puerta. No tenía remitente y no decía que fuera para él, pero sólo el Diablo vive en el Infierno, así que lo abrió. Adentro había una postal con la foto de un cable de teléfono del que colgaban cientos de baldes llenos de dulces. Por detrás sólo decía “Pernambuco”. No lo dudó más. Hizo maletas al instante, le dio una última mirada a sus almas, a quienes, aunque nunca lo reconoce, siempre que está lejos extraña, besó el frasco de Sándalo, y tras un largo suspiro, cerró la puerta. Que se aliste San Pedro, porque cuando el Diablo se va de vacaciones, todas las almas van al Cielo. Incluso las de los pecadores. El Purgatorio es un invento de los hombres de mediana moral.

Pernambuco era tal como se lo había imaginado. Como se veía en la postal. Miles de niños se hacían pata de gallina unos a otros para poder alcanzar los dulces de los baldes. El sol, que en ese lugar parecía estar más cerca de la tierra, calentaba tanto el pavimento que de éste salía un vapor transparente, que distorsionaba la visión y los demás sentidos. En alguna parte no lejana sonaba una samba. Tucutácutucutácutá. Era un ritmo que hacía mover incontrolablemente las caderas de hombres y mujeres, que bailaban con los ojos cerrados mientras el sudor les mojaba la ropa y formaba pequeños mares a sus pies. El Diablo caminaba entre estos mortales como si nunca hubiera caminado entre seres humanos. Y es que éstos eran diferentes. Éstos aún no habían perdido el alma. Así que esta vez no se sentó en la banca de cualquier parte a dibujarlos en su cuaderno y odiarlos profundamente y en silencio. Esta vez se les unió. Se dejó rozar por sus cuerpos, se quitó los zapatos, cerró los ojos y dejó que el calor del pavimento y el ritmo de la samba lo intoxicaran como a ellos. Una sonrisa empezó a dibujarse en su rostro y por segunda vez en miles, millones de años, supo lo que era no sentirse triste. Y justo cuando las comisuras de sus labios parecían tocar sus orejas, una voz de miel empezó a cantar una canción cuyas palabras no entendía, pero que era la canción más hermosa que había escuchado. Y ha escuchado muchas canciones. El Diablo es melómano.

Así que lentamente, como el sudor que rodaba por sus mejillas, abrió los ojos y la vio. No era la mujer más bella, pero lo era. Su piel parecía estar hecha de caramelo y sólo daban ganas de lamerla como los niños lamen los helados. Y él sólo quería perderse en su pelo negro que ondeaba con el viento cada vez que ella daba una vuelta y seguía bailando al ritmo de su propia canción. Y su voz, esa voz le habría hecho estremecer hasta los huesos, si los tuviera. Y ahí, mientras la miraba fijamente como alguna vez había mirado la luz de Sándalo, entendió por qué la gente dice que los ojos son las ventanas del alma. Porque de los suyos salía ese brillo ya muy conocido, el mismo que no lo dejaba dormir, pero que filtrado por su iris, se convertía en perfume, en éxtasis, en amor. Y al cantar, de su boca salía un vapor fluorescente del que muy seguramente estaba hecha la aurora boreal. Y ahí, mientras la miraba fijamente, algo dentro de sí se ató a ella como una cadena a su preso. En ese momento ella abrió los ojos y la samba empezó a sonar más fuerte y ella se le acercó bailando y riendo y le acarició su piel aceitosa y lo besó, indomablemente, como habría besado a cualquiera que hubiera estado frente a ella en ese momento. El Diablo no sabía qué le estaba pasando. De repente se sintió peligrosamente empalagado. Sintió que quería escribirle un poema cursi y regalarle una caja de chocolates en forma de corazón y caminar a su lado mientras sonara la marcha nupcial. Sintió que sus caderas empezaban a moverse al ritmo de la música sin que él pudiera evitarlo. Perdió el control. Y su conducta se desplazó fuera de lo racional. Y su percepción de la realidad se vio perturbada. ¡Que llamen al médico! ¡Que el Diablo se ha enamorado y ha dejado de ser Diablo!

En ese momento decidió que su razón de ser había cambiado, que intercambiaría toda su colección de almas por el beso de esa mujer, que su Infierno y sus frascos y sus libros y su Sándalo, tendrían que vérselas sin él, porque ya nunca más se iría de Pernambuco, ni del lado de esta mujer de quien nunca nadie supo el nombre, ni siquiera él. Y se quedó bailando con ella, y besándola y perdiéndose en su pelo negro que olía a ébano, a noche, al más puro de los azabaches. Y mientras tanto, los niños seguían bajando los dulces de las latas colgadas de los cables de teléfono, y los mares que se habían formado a los pies de hombres y mujeres, se habían unido y ahora todos movían las caderas en un inmenso océano de sudor. Todos estaban felices y la noche era perfecta, hasta que el cielo empezó a llenarse de estrellas. Cada vez aparecían más, como si allá arriba un mundo entero se hubiera despertado al tiempo y, al tiempo, estuvieran prendiendo las luces de sus casas. Llegó un momento en que hubo tantas estrellas, que se hizo de día y como en el Infierno, ya nunca más volvió a oscurecer. Y como el Diablo, la gente empezó a no poder dormir. Pernambuco se sumió en un profundo insomnio, incluso ella, cuyo cuerpo cansado ya no pudo cantar más, ni bailar más, ni besarlo más. Las calles quedaron tapizadas de hombres y mujeres despiertos, víctimas de la más fatal vigilia.

El Diablo trató de hacerlos parar, pero sus cuerpos lánguidos no respondían. Volvió a llenar los baldes con dulces, pero era como si los niños hubieran dejado de ser niños a destiempo y ya no les interesaran esas pequeñas alegrías envueltas en papel celofán. Y notó que el negro pelo de su amada sin nombre, día tras día, se tornaba gris como ceniza de volcán. Y entendió que tenía que irse de allí. Que el Diablo sólo tiene cabida en el Infierno y que no tiene derecho a amar. Y así, con dolor hasta en los huesos que no tenía y lágrimas en los ojos, cogió sus maletas y esquivando los cuerpos que yacían como vegetales sobre el pavimento, se fue de Pernambuco, para nunca más volver.

Esas fueron las últimas vacaciones del Diablo, quien juró nunca más salir de su casa y nunca más volver a amar. Al regresar, pintó todos los frascos con pintura negra, así la luz de sus almas no lo molestaría más al tratar de dormir. La única que dejó por fuera fue la de Sándalo, que lo acompaña en los días que pocos mueren y camina como vagabundo por los estrechos pasadizos del Infierno. Ya no tiene que contarle sus diabluras porque en una eternidad se las ha contado todas. Al Diablo no le gusta repetirse. Y a veces, incluso lo alumbra cuando le da por mirar la postal de Pernambuco, con los baldes llenos de dulces colgados de los cables de teléfono. Cuando recuerda ese tiempo en que fue feliz y amó hasta los huesos. Cuando recuerda ese tiempo en que no fue Diablo, en que entendió, por sufrirla, esa fatal enfermedad que todos los seres humanos parecen padecer. Cuando recuerda a esa mujer de cuyo aliento estaba hecha la aurora boreal y de la que emanaba una samba que hacía mover sus caderas incontrolablemente. Tucutácutucutácutá.

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