lunes, 9 de noviembre de 2009

HOTEL CORAZÓN

Tiene cientos de cuartos donde viven todas las personas que quiere. Son sus huéspedes. A algunos no los ha visitado en años. Sus cuartos deben estar llenos de polvo y telarañas. Ellos oyen sus pasos cuando camina frente a sus puertas. Esperan que entre y los ayude a limpiar. O al menos que les dé un abrazo. Quedan algo tristes cuando sienten que se aleja y abre la puerta de otro más afortunado.

Hay otros que visita de vez en cuando. Se toma un café con galletas y promete volver pronto. Ellos saben que no es cierto. Pasarán meses antes de que vuelva. De todos modos, ponen a hacer café día tras día. Por si acaso.

Hay un piso donde viven todos aquellos que la han herido. Los que han destrozado sus cuartos y todo lo que con tanto esfuerzo puso en ellos. No le gusta ese piso, pero a veces va y los oye moverse. Sabe que tienen la cabeza pegada a la puerta y sabe que quisieran pedirle perdón. Pero no se atreven. Algún día alguno saldrá y la mirará a los ojos sin decir nada. Y ella lo perdonará. De pronto.

Hay un solo cuarto que tiene cerrado con llave. Por la rendija de la puerta sale humo de cigarrillo y unas notas de jazz. Quien vive ahí nunca puede volver a salir.

En otro cuarto, vive un hombre algo especial. Le gustan las pecas que tiene en sus labios. A él lo visita a menudo porque la hace reír. A veces le da mal genio y dice que podría matar a diez hombres con solo mirarlos. Pero ella sabe que en realidad, él no mataría una mosca. A veces se inventan historias juntos y hablan sin parar de las cosas más tontas. Otras veces de unas más inteligentes. Hoy es su cumpleaños. Dice que está calvo y que se ve viejo. Ella sonríe y besa las pecas de sus labios. Decoró su cuarto con bombas de colores y horneó su ponqué favorito. Le cantó una canción y brindó por el día en que él llegó a su hotel, a su corazón, y se convirtió en uno de sus huéspedes permanentes.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

CUARENTA Y CINCO

Sonó como si alguien hubiera tirado una bolsa de leche desde un doceavo piso. Segundos después un grito de mujer. Inmediatamente recordé a ese amigo de papá que borracho en una reunión dijo que las mujeres cuando gritan alcanzan decibeles tan altos, que se les distorsiona la voz y que aunque la que gritara fuera la propia madre, no se le podría reconocer. Todos reímos. Risas falsas provocadas por comentarios ebrios. Esa tarde comprobé que el amigo de papá estaba equivocado. La que había gritado era mi madre y lo supe al instante. Quise pensar que, como siempre, se trataba de un pequeño accidente casero que ella solía aumentar a tamaño de tragedia. Como esa vez que se le rompió un frasco nuevo de mostaza importada. Dejó de hablar una semana y sólo salía de su cuarto para hacernos la comida a papá y a mí. Mi madre es una de esas personas que necesita disculpas para deprimirse, tal vez por eso es experta en fabricarlas. Nunca supo que la vi lanzar el frasco nuevo de mostaza importada contra el suelo de la cocina.

“Los días. Has estado en todos y cada uno de ellos. Los buenos, los malos, los peores, los  increíbles y por supuesto, en los normales. Has estado ahí, encima, debajo, saliente y pendiente. Todo eso pasa en los días.”

Quise quedarme en mi cuarto, leyendo, pero no pude. El grito de mi madre me provocó un escalofrío recurrente imposible de ignorar. Guardé las cartas donde siempre y bajé las escaleras despacio, muy despacio. No sé por qué no quería llegar al primer piso, así que estúpidamente traté de retrasar lo inevitable. No estaba en la sala, ni en la cocina. La puerta del garaje estaba abierta, dejaba entrar la sombra de mi madre. Ella estaba de rodillas, totalmente inmóvil. No se oía nada. Pensé que tal vez sí se le había caído una bolsa de leche, lo extraño era que no vivíamos en un doceavo piso. De todos modos fui a la cocina por un trapero y salí. La leche no es roja, ni tan espesa y no sale de la boca de mi padre. Estaba tirado bocabajo sobre el antejardín, encima de los Pensamientos que le ayudé a sembrar a mi madre el verano pasado. Siempre se quejaba de que no tenía tantas flores como el de doña Sol.