Tiene cientos de cuartos donde viven todas las personas que quiere. Son sus huéspedes. A algunos no los ha visitado en años. Sus cuartos deben estar llenos de polvo y telarañas. Ellos oyen sus pasos cuando camina frente a sus puertas. Esperan que entre y los ayude a limpiar. O al menos que les dé un abrazo. Quedan algo tristes cuando sienten que se aleja y abre la puerta de otro más afortunado.
Hay otros que visita de vez en cuando. Se toma un café con galletas y promete volver pronto. Ellos saben que no es cierto. Pasarán meses antes de que vuelva. De todos modos, ponen a hacer café día tras día. Por si acaso.
Hay un piso donde viven todos aquellos que la han herido. Los que han destrozado sus cuartos y todo lo que con tanto esfuerzo puso en ellos. No le gusta ese piso, pero a veces va y los oye moverse. Sabe que tienen la cabeza pegada a la puerta y sabe que quisieran pedirle perdón. Pero no se atreven. Algún día alguno saldrá y la mirará a los ojos sin decir nada. Y ella lo perdonará. De pronto.
Hay un solo cuarto que tiene cerrado con llave. Por la rendija de la puerta sale humo de cigarrillo y unas notas de jazz. Quien vive ahí nunca puede volver a salir.
En otro cuarto, vive un hombre algo especial. Le gustan las pecas que tiene en sus labios. A él lo visita a menudo porque la hace reír. A veces le da mal genio y dice que podría matar a diez hombres con solo mirarlos. Pero ella sabe que en realidad, él no mataría una mosca. A veces se inventan historias juntos y hablan sin parar de las cosas más tontas. Otras veces de unas más inteligentes. Hoy es su cumpleaños. Dice que está calvo y que se ve viejo. Ella sonríe y besa las pecas de sus labios. Decoró su cuarto con bombas de colores y horneó su ponqué favorito. Le cantó una canción y brindó por el día en que él llegó a su hotel, a su corazón, y se convirtió en uno de sus huéspedes permanentes.