Hay gente que se enamora más que otra. Más a menudo. Más intensamente. De manera más incondicional. Más. Creo que no soy una de esas personas. O por lo menos hasta ahora no lo he sido. Me he enamorado. O aunque sea me lo ha parecido. Pero no como ellos. No como se ve en las películas basadas en libros de Jane Austen, donde las parejas se enamoran perdidamente con solo mirarse. Es un amor que duele. Pero que llena. Cada vez que veo una de esas películas, al salir del teatro, recuerdo el discurso de ese caballero guapo y galante, que nervioso le revela sus sentimientos a su bella dama y, por un momento, me lleno de fe. Creo que el amor de cuento de hadas sí existe y que me puede estar esperando a la vuelta de la esquina. Pero cuando llego a esa esquina solo me encuentro al borracho que acaba de salir de la tienda de al lado de mi casa, que se tropieza conmigo y ni siquiera tiene la delicadeza de pedir disculpas. Ese es mi galán.
Cuando entro a casa, mamá me pregunta que si otra vez fui sola a cine. Al escuchar mi respuesta afirmativa mueve la cabeza de lado a lado y tuerce la boca con desaprobación. No hay nada más triste que tu mamá piense que eres patética. Nunca se le ha ocurrido pensar que simplemente soy diferente. Que tal vez es por eso que no he encontrado el amor. O que no me ha encontrado él a mí. Porque en esta ciudad, si no en el mundo entero, casi todos los hombres son demasiado normales. No, ella solo ve a una solterona de 50 años, que vive con su madre para no tener que llenarse de gatos. Pobre, ella siempre soñó con casarme con un diplomático de un país lejano, que nos llevara a ella y a mí a vivir en una de esas casas que parecen de mentiras y que salen en los seriados estadounidenses. Qué se iba a imaginar que ni siquiera le podría comprar una casita nueva y sacarla de ésta, donde en cada esquina está el recuerdo de tantos golpes que le dio mi papá. Su galán.
Mamá ve televisión mientras lavo los platos de la comida. Esa es mi terapia. Ver los sobrados de lentejas y arroz irse por el sifón me llena de paz. No sé por qué. Tal vez me gusta ver que lo que ya no sirve tenga el destino que merece. Tal vez por eso también me gusta sacar la basura justo en el momento que pasa el camión. Siento cosquillas al ver a esos hombres vestidos de verde agarrando cada bolsa y lanzándola con fuerza hacia la trituradora. Me encanta el ruido que hace. Parece un gran monstruo que me salva de lo inservible. Los veo desaparecer al final de la calle, corriendo tras el camión. Qué galanes.
Qué pensaría mamá si supiera que esos hombres de verde, los que se deshacen de lo que yo ya no quiero, que cada noche libran batallas contra ratas rabiosas que no quieren que les roben sus tesoros, son los que me desvelan. Seguramente movería la cabeza de lado a lado y torcería la boca con desaprobación como siempre. O quién sabe, tal vez se pondría feliz de que por fin un hombre se fijara en mí. Diría “ no es un diplomático, pero por lo menos tiene un trabajo honesto” y por primera vez, se sentiría orgullosa de mí. Nos haría su famoso café en agua de panela y tomaríamos onces en el comedor. Ella le contaría mis travesuras de pequeña y todos reiríamos al mismo tiempo.
A veces quisiera dejar de pensar tanto en el amor. Resignarme. Pero no puedo. Me la paso pensando en por qué nunca he podido sentirlo como en las películas basadas en libros de Jane Austen. A veces pienso que enamorarse debe ser como saltar al vacío. Al principio se deben sentir unas cosquillas placenteras en el estómago. Como en la bajada de una montaña rusa. Debe ser emocionante y aunque a veces den ganas de vomitar uno no debe querer que se acabe. Lo malo es que uno nunca sabe si va a seguir cayendo o si se va a estrellar contra una superficie rocosa, rompiéndose huesos y órganos sin discriminación, dejando inválido el corazón, que de ahí en adelante no solo latiría más despacio, sino menos veces.
Entonces me pregunto si el amor es una capacidad genética, heredada desde tiempos inmemoriales, de ancestros que en mi caso, debieron ser más capaces de follar que de amar. O si tal vez es una habilidad aprendida, que uno entrena leyendo poemas de Neruda y Benedetti. Yo siempre fui demasiado cínica como para encontrarle encanto a la rima. O será que es algo que le pasa al alma antes de entrar al cuerpo. Me las imagino a todas en ese lugar donde se crean las almas, haciendo fila al borde de un planchón. Las que se lanzan son las que en carne y hueso saltarán de la misma manera al amor. Si es así, entonces mi alma debió haber escogido bajar por ascensor y ahora que está en mi cuerpo no es capaz de amar como en las películas. Por ser alma práctica. O tal vez perezosa. Más bien cobarde diría yo. Eso significaría que yo misma soy la culpable de estar sola. Creo que prefiero pensar que simplemente soy diferente y que los hombres de esta ciudad, si no del mundo entero, son demasiado normales. Es tarde, mejor me duermo. Mañana tengo que achicar la falda de doña Teresita. Si sigue adelgazándose así se va a morir. ¿Será que tiene cáncer?