miércoles, 30 de septiembre de 2009

NORMAL

I dream of dead birds.
They embellish my back yard.
Their bodies form a soft mantle over the grass.
I dream of dead birds. And they are black.
I dream of crystal gums.
They belong to an old man who plays the saxophone.
Blow, blow, hard, just blow.
I dream of crystal gums. And metal teeth.
I dream of silk flowers.
They are woven with purple thread.
They rest still, pretty, over a grave with no name.
I dream of silk flowers. And they belong to the dead.

Sometimes, I wish my nights would paint different stories.
Normal stories.
Sometimes I wish I was normal.
Sometimes I wish I knew whose voice it is that whispers secrets in my ear before I go to sleep.
It’s the same voice who taught me how to make invisible origami.
Maybe it belongs to the gnome that lives in my hair.
Maybe he directs my dreams.
Maybe normal is not my way, and if it isn’t, so be it.

I dream of golden spoons.
They are lost in the little tin box I keep under my bed.
I dream of golden spoons. And cotton forks.
I dream of fluorescent vapours.
They travel at sound speed and become stars when it’s cold.
I dream of fluorescent vapours. And they taste like mint.
I dream of infinite puzzles. Its pieces are made of mirror.
When you put them together you can see a sad girl with long hair.
And a boy with thick glasses and rebel fingers.
And a gnome with a megaphone.
And an old man with crystal gums.
And a thousand dead birds.
I dream of infinite puzzles.
And I haven’t finished them yet.



jueves, 24 de septiembre de 2009

FLORES COLOR NARANJA

Cuando era niña sembré un Cayeno con mi papá en el jardín de la casa. Dio flores color naranja. El día en que perdí el gusto por los árboles y los cuentos de hadas, el Cayeno se volvió el recuerdo de una buena infancia que mis papás inventaron para mí. Yo creí en ella, porque los niños creen, porque no saben lo mal que sabe no creer. O tal vez porque lo saben.

Mi pasado es el mejor regalo. Los mejores regalos no se pueden empacar y poner bajo el árbol de Navidad. No se adornan con cintas de colores ni llevan tarjetas de parte del Niño Dios, que por algún motivo escribe igual a mi mamá. El mejor regalo es una mentira bien tejida, como las trenzas que me hacían antes de ir al colegio, porque esconden realidades que almuerzan atún con jugo de mora. Se que lo probé mil veces, pero no recuerdo que supiera mal.

La curiosidad arranca las mentiras como dientes flojos. Las amarra con un cordón a la puerta y cierra sin piedad. No duele, pero asusta. Es un miedo que hace hiperventilar, igual al que sentía cada vez que  mi mamá me sacaba los dientes de leche para que no me los comiera con el brócoli y se quedaran para siempre en la boca de mi estómago, acompañando el diamante de su argolla que me hace la más valiosa de sus hijas.  Mis dientes de leche reposan al fondo de una cajita de lata, con las marquillas de tela que llevan mi nombre escrito en letra pegada. La cajita está en un secreter, enterrada bajo papeles ilegibles y un teléfono dañado que jamás se mandó a arreglar. Mis dientes de leche no hacen parte del collar de un ratón que me dejaba dulces bajo la almohada. Pero son los dulces, lo dulce, lo que recuerdo.

No se debe guardar evidencia de las mentiras. Algún curioso la puede encontrar. Yo siempre guardo la evidencia de las mías, para no creerme algunas y para recordar que en alguna cavidad, entre el corazón y los pulmones, enterrado bajo papeles ilegibles y un teléfono dañado, está mi gusto por los árboles y los cuentos de hadas.

Tampoco las tristezas se deben guardar, se convierten en un nudo ciego hecho del material de los tumores. Se aloja en la garganta.  En una cajita de lata guardo mis tristezas, las que empezaron como sonrisas blancas y esmaltadas y luego se convirtieron en lágrimas de agua salada. Aún las siento rodar por mi cara y mojar la manga de mi saco. Guardo las lágrimas. Las que vi salir por felices y por tristes, las que vi salir a la tienda por leche y huevos y jamás regresar. Se convirtieron en ese vapor caliente que hace suspirar y doler el pecho, que le permite a los fantasmas escribir mensajes en el espejo empañado del baño. Vuelven a ser lágrimas cuando hace frío y se van por el sifón.

Alguien con mala suerte y algo de seso dijo: mal de muchos, consuelo de tontos. Todos sufrimos del mismo mal, todos somos unos tontos. Somos la evidencia de una mentira, de muchas mentiras. Lo importante es que estén bien tejidas, como las trenzas que me hacían antes de ir al colegio, porque la realidad puede matar más rápido que un infarto fulminante.

No se cuándo muero o si mi muerte estará hecha del material de los tumores. Creo que mi vida debe fugarse por la boca de mi estómago: hogar de piedras preciosas, yacimiento de carcajadas, víctima de penas y jugos gástricos, testigo presencial de una buena infancia, de una buena vida, que mis papás inventaron para mí.

Mi pasado es el mejor regalo. Mi regalo es el mejor presente. Está sembrado en el jardín de mi casa. Creció como un Cayeno cuyas raíces llegan a mis ventrículos y hacen brotar de mi corazón flores color naranja. De esas que nunca se marchitan.

DOLORES Y EL INCIDENTE DE LA LECHE (Inspirado por el tango "Loca" de Antonio Viergol)

La segunda canción que su papá le enseñó después de “Besos y Cerezas” fue “Loca”. Desde los tres años se pasaba tarareándola hasta que empezó a convertirse en el alma de la casa. Llegó un momento en que incluso cuando callaba, la melodía seguía sonando entre murmullos. Emanaba de cada rincón, como si las paredes, el techo, la mecedora de su padre, la hubieran aprendido y ya no soportaran el silencio. Su madre siempre le decía que no la cantara, que era canción de vagabundas, pero Dolores ya no podía parar. ¿Cómo vivir arrancándole un órgano vital al cuerpo? De vez en cuando su padre la acompañaba y era en esos instantes que mejor sonaba. Él se la había enseñado por una razón.

La noche de su nacimiento, mientras dormía, don Rodolfo empezó a oír en sueños esas palabras que había escuchado tiempo atrás. “Loca/ me llaman mis amigos/ que sólo son testigos/ de mi liviano amor...” Cada segundo sonaba más fuerte, tanto que lo despertó. Mas la onírica tonada no cesó con el abrir de sus ojos. Por el contrario, se hizo más clara, más profunda. Empezó a buscar por todo el cuarto la fuente de esta música de ensueño. Tenía que estar cerca. Volteó a mirar a su esposa que dormía plácidamente como suele hacerse en las noches de octubre. Su preñada barriga estaba completamente descubierta, vibraba al ritmo de la canción y del ombligo salía un vapor blanco, denso y con olor a lluvia, a través del cual se veían las ondas viajar y confundirse en su propia espesura.

viernes, 18 de septiembre de 2009

COTTON HEART

Where are the lies? Where are they? It was all over the news. Some drowned in the black coffee she spat on his grave. Others where chewed up by the yellow teeth of a broken soul that had to be born again. The fast ones escaped. There is one that still echoes in the tin box where she incarcerated it. Its metallic sound makes her puke sometimes.

Loving was his urge, his urgency. He desperately wanted to love and love he did, all the pretty girls, all with the same words. Why wouldn’t he? They came out so easily, so equally full of shit. He didn’t know it, but he wasn’t ready to love. His heart was a song composed of nothing but a corny chorus. Pretty girls like corny. That he knew, so he got them all.

A Shanghai queen? Midnight in a perfect world? Kisses that bring dead vampires back to life? None of it exists, none of it is true. Then again, nothing is. You better learn to live with the facts: card castles never fall apart and broken glass doesn’t really cut. It’s all make-belief. You are born, you lie, you are lied to, and you die. That is life. Once you get it, the pain goes away. Hearts only hurt when they’re about to stop.

She was not aware of that then, so she cried. She cried for him, for an unrequited love disguised as an orange kiss. A minute of silence for her dead tears. A minute of silence and a sigh. She cried his death as well. She knew where he was going. Yes, hell is his new home. No one to talk to after movies, no books by Bukowsky, no jazz, definitely no sex. That’s fine, he can go an eternity without a piece of ass, right?

He died through his nose. Exhaled mucus and his last ounce of life. Milky, rotten life asphyxiated in a bottle of beer. A prostitute found him in the brothel’s bathroom. That, my friends, is a Kodak moment.

Now, get up. A standing ovation is in order. He thanks the Academy and his wife. Crap, he doesn’t remember her name. Has he ever known it? It starts with L… no D… or C? Wait… there’s no one sitting in his wife’s chair. He doesn’t have a wife. He’s not really holding an Oscar. Poor thing, there was no light at the end of his tunnel.

Why? You ask. Because he was bad. The bad boy doesn’t get to be loved by pretty girls with cotton hearts. Not anymore. His 16-mm dreams were reduced to pieces by angry scissors. That’s the destiny he forged for himself. He knew he didn’t deserve better. Deep down he knew, so he embraced it with sad eyes and the nostalgia of what was never meant to be. She remembers his sad eyes. She remembers and dies.

For that, fuck him. Fuck his bittersweet existence, his intoxicating words, his seductive ways. Fuck her as well. Fuck her candy lips, her stupid grin, her bones for adoring him to the marrow. Fuck them both for being so consciously deceitful and still make sense.

Cut their heads off and bring them to me on a silver platter! Make that a plastic bucket. You know what? Not her head. She is not going to die, not going to hell to keep him company. I write her fate as I speak. She will have a happy life beside a pretty boy with a cotton heart. He will taste her candy lips, redraw her stupid grin, his bones will too adore her to the marrow. He will say “I love you”, and her heart will stop. No, it won’t hurt. She found the missing lies. She found them and flushed them down the toilet.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

ZOILO

Zoilo tenía ojos azules.
Andaba por la ciudad en bicileta,
arreglando flores y contando nubes.
Batallando ratas endiabladas con su pala a manera de espada,
y saludando a todos con su celeste mirada.
Sabía que por aquí había pasado
cada vez que llegaba a casa
y el césped estaba podado.
Ahora ya no habrá quien arregle las matas
ni quien le gane la batalla a las ratas,
porque el corazón de Zoilo, el jardinero,
que ayer por aquí pasaba,
decidió detenerse y dejar la bicicleta parqueada.

STEADY

Editor's Choice Award for Outstanding Achievement in Poetry Presented by poetry.com and the International Library of Poetry 2007

This poem will be published in the next edition of the anthology series "Voices - a Collection of Poetic Works" done by Greenspring Publishing going to press this October.

Average. I will paint my life in shades of grey.
Thrill seekers die of adrenaline rushes. That’s not me.
My heart rate will not be elevated.
It goes beep, beep, beep. Steady.

There will be no drum solos.
No high pitch “I love yous”.
No braking before hitting the wall.
My tires shall leave no marks.

A thousand zeroes will not buy me excitement.
My mood can’t ever be disturbed. I am a sea with no waves.
I bear no life, parasites cannot live off of me. I am not a host.
I am a black hole, a nebula. I am the stillness of dust.

My heart is unimpressed by beauty.
It goes beep, beep, beep. Steady.
My world shows no evolution.
Time is not my platform, nor my diving board.

I shall know no emotion.
I am not a ying or a yang.
I am the blurry core, the insipid meal.
There is no eating me with a spoon.

But I… I shall never perish. I am eternal.
The unsolved riddle.
Age does not wrinkle my lining,
moths poison when eating my skin.

My rhythm will beat to no soul.
I am the music of the numb.
My heart will pump gasoline into your flow.
It goes beep, beep, beep. Steady. And then you go.

lunes, 14 de septiembre de 2009

DE MILLONARIO, NO MUCHO

Viernes 14 de Septiembre de 2001. Recuerdo la fecha exacta porque el martes anterior, dos aviones chocaron contra las Torres Gemelas. Cuando desperté esa mañana, prendí el televisor y en tiempo real, vi al segundo de ellos atravesar esa gran estructura que ya jamás iba a conocer. Cuando llegué a la universidad, había un silencio solemne. La gente se miraba aturdida, como si después de mucho tiempo, se sintiera parte de esa humanidad agobiada y doliente de la que hablan las novenas. En ese momento supe que no sería una buena semana.

Hacía 15 días estaba saliendo con un piloto de 26 años. Para mí, que tenía apenas 19 y estaba en tercer semestre de universidad, él era el potencial padre de mis hijos. Y eso que nunca he querido tenerlos. Hacía más o menos lo mismo y después de un exhaustivo ahorro, había logrado comprarme una chaqueta de jean que quería hacía meses. Todo estaba yendo, como dice el dicho, viento en popa. Hasta ese viernes.

Como deberían hacer todos los hombres del mundo, el piloto, como seguiré llamándolo de aquí en adelante, me llamó el jueves a invitarme a comer al día siguiente. No de rumba, porque tenía vuelo a Buenos Aires el sábado. Súper play. Me puse unos jeans, un saquito gris cuello tortuga y, por supuesto, mi chaqueta nueva. Me recogió muy puntual, entró a mi casa y saludó a mi mamá, como todo un gentleman, cosa que no pasa seguido con los de 20. Cuando salimos de mi casa, ella seguramente empezó a planear la boda. Me llevó a comer a un restaurante en la Macarena, hablamos cosas de adultos y, como no tenía la menor duda, me invitó a todo. Menos mal porque en mi billetera, como era costumbre, solo tenía 5,000 pesos. Siempre la sacaba y hacía el amague de contribuir a la cuenta, rogándole a Jesús y a todos sus santos, que al chico se le saliera su macho alfa y se ofendiera ante la sola intención.

Cuando fueron las once, me llevó a mi casa. Hasta ahí, todo bien. Estábamos a una cuadra de mi hogar cuando decidimos parar frente al parque para que él me mostrara un disco de Pearl Jam que tenía y, obviamente, para darnos besos sin temor a que alguno de mis padres se asomara por la ventana y viera lo que un progenitor jamás debe ver. Ya terminada la sesión y mientras buscaba el tal CD, vi por la ventana del piloto, a un hombre caminando por el parque, dirigiéndose con mucha propiedad hacia nosotros. Recuerdo que tenía una cachucha negra con rojo y una chaqueta de jean muy desteñida, y que al verlo, sentí miedo. “Qué susto” dije, ante lo que el piloto levantó la mirada, para ver qué me pasaba. Nunca olvidaré el terror que invadió su cara cuando vio que en mi ventana ya había dos hombres apuntándonos.

Lo que vino después es confuso. Los hombres abrieron las puertas del carro. Le pegaron al piloto con la cacha del arma. Le abrieron una herida en la cabeza. Nos pasaron para el puesto de atrás. El piloto iba en la mitad con su cabeza en mis piernas, la mía sobre la de él, y el arma de uno de los hombres enterrada en  la mía. El carro echó a andar. Intenté recorrer el camino en mi mente, pero iba tan rápido que perdí el norte.

El piloto suplicaba, de manera incesante y nerviosa, que no nos hicieran nada, lo cual terminó por desesperar, no sólo a los malandros, sino a mí también. “Cállese o lo mato” amenazó el que me apuntaba. Se lo decía a él pero la cabeza en juego era la mía. El que manejaba, el jefe, nos repetía que tranquilos, que no nos iba a pasar nada, que sólo necesitaban el carro para hacer una “vueltica”, que pasáramos las billeteras y las claves de las tarjetas. Como dije antes, en mi billetera sólo tenía 5,000 pesos y mi cédula. Hacerme un paseo a mí era posible, millonario, no mucho. El piloto, que por ser un profesional asalariado tenía más que perder, dudó unos segundos, en ese momento años, en dar la secreta información, pero ante la presión de grupo, en la que hasta yo me incluí, por fin la dio. La verdad, no me acuerdo si paramos por ahí o no, sólo sé que de un momento a otro, el jefe me hablaba era a mí. Por razones que mi usual nerviosismo desconoce, el pánico me llenó de lucidez. Él lo notó.

Después de un recorrido, no sé si largo o corto, el carro se detuvo y nos hicieron salir. Estábamos en una carretera destapada. Al lado izquierdo había un alambre de púas que prevenía el paso hacia una zanja, al otro, muchos matorrales. El jefe y el que me estaba apuntando se fueron en el carro. A nosotros nos dejaron ahí con el que iba en el puesto del copiloto. Era un gordo canoso y con bigote. No recuerdo su cara. La de ninguno, especialmente la del que me amenazaba de muerte con su mano temblorosa. El gordo nos hizo pasar bajo el alambre de púas, en el que quedó atrapada la bufanda amarilla del piloto, lo cual no me pareció del todo mal. Cuando los tres estábamos al otro lado, nos hizo sentarnos, separados. “Bajemos más” dijo después de unos segundos. Lo hicimos y al llegar nos dejó sentarnos juntos pero sin hablar. A lo lejos se oía el llanto de un niño y un televisor prendido. Cerca de allí, donde dos personas estaban pasando el peor momento de sus vidas, una familia disfrutaba una noche tranquila en su hogar. Nunca como ese día, quise tanto estar en el mío, pero como siempre hacía de chiquita cuando estaba intranquila o aburrida en algún lugar, me repetí en silencio y mil veces: “esta noche duermes en tu casa, esta noche, duermes en tu casa”.

El hombre tenía una pistola. Grande. Plateada. Brillante. Era difícil creer que la diferencia entre mi vida y mi muerte se viera tan bonita bajo la luz de la luna. Esta visión era interrumpida por la grave condición del sistema digestivo de nuestro captor, que lo hacía eructar y tirarse pedos con una frecuencia realmente preocupante. Y aunque eso me daba ganas de reír, el pensamiento que verdaderamente invadía mi cabeza era otro: iba morir. Ahí. En una zanja. Víctima de un balazo en la cabeza. O quién sabe dónde. Casi podía ver los titulares en El Espacio. Iba a morir. Estaba segura de que iba a pasar. Y esa certeza, más que asustarme, me llenó de una profunda decepción. No podía creer que mi muerte iba a ser lo más interesante que me pasara en la vida. Estaba pensando eso, cuando sonó el celular del gordo pedorreo. Y en ese silencio, alcancé a escuchar lo que le decía el jefe al otro lado del teléfono: “Déjelos ir”. Asumí que ya habían hecho su vueltica, no quiero pensar qué fue, y ya no necesitaban retenernos más tiempo. Por la razón que fuera, la luz al final del túnel se acababa de apagar.

Nos dijo que esperáramos ahí una media hora, hasta que creyéramos que ya se había ido. Antes de irse le robó el reloj al piloto y a mí, la chaqueta de jean nueva. Suena ridículo y me hace ver superficial, pero eso fue lo que más rabia me dio. Cuando asumimos que había pasado el tiempo indicado, salimos de la zanja. La bufanda todavía estaba engarzada en las púas del alambre. Empezamos a bajar la montaña por donde asumimos que habíamos llegado, sin tener la menor idea de dónde estábamos. De repente, vimos un edificio muy sofisticado. Como náufragos cuando ven un barco, así nos sentimos en ese momento. Nos acercamos y miramos la dirección. Estábamos en la 128, arriba de la Boyacá, donde vive la gente pudiente de esta ciudad, que disfrutaba una noche tranquila en su hogar, mientras dos personas pasaban el peor momento de sus vidas, muy cerca de allí.

No sé si a los celadores se les prenden las ínfulas de sus jefes o ellas hacen que se vuelvan antipáticos, el caso es que en diez edificios se rehusaron a prestarnos un teléfono. “Eso pasa por acá todo el tiempo” se disculpaban. El número once, al vernos embarrados, sin chaquetas, caminando en el frío del amanecer bogotano, y pálidos del susto, se apiadó de nosotros. Tampoco recuerdo su cara, pero para siempre le estaré agradecida. Él nos ayudó a llamar un taxi y nos fuimos a mi casa.

En el recorrido nadie habló. Parece que las situaciones extremas pueden unir a dos personas permanentemente, o separarlas de manera inevitable. Cuando llegamos a mi casa, mi mamá estaba asomada por la ventana. Sabía que algo malo había pasado. No era por la hora, porque a esa edad acostumbraba a llegar de madrugada los fines de semana. Era su sexto sentido de madre. Ese día comprobé que sí existe. El piloto llamó a su mamá, puso sus denuncios, y durante el abrazo de despedida, me dijo que se sentía orgulloso de mi valor. En ningún momento grité ni lloré, como se esperaría de una cuasi adolescente, de cualquier persona, en una situación como esa. Y conste que lloro hasta en Shrek. En ese momento, yo no podía decir lo mismo. Ahora entiendo mejor que cuando a un hombre le pasa eso con una niña, el terror se debe multiplicar.

Salimos un par de veces más y la verdad no recuerdo cómo se terminó. Tal vez porque no me importó. O porque no quería en mi vida una presencia que detonara el peor de los recuerdos en mi memoria. Ahora cuento la historia y siento como si le hubiera pasado a alguien más. Como si la estuviera repitiendo en una especie de ejercicio de tradición oral. El único momento en que se vuelve real es cuando me dejan sola entre un carro. Tengo que salirme. Ese es el trauma que me quedó. No me puedo quejar porque mi muerte, no es un titular del espacio y el paseo millonario, no es lo más interesante que me ha pasado en la vida.

jueves, 10 de septiembre de 2009

LAS PRIMERAS QUE NO LO SON

Desde pequeña, gracias a una seria adicción a la televisión que ha probado ser más fuerte que cualquier intento de rehabilitación, siempre soñé que mi primer beso sería de película. Literalmente. Creía que un hombre guapo, preferiblemente (me disculpo de antemano y aclaro que mis gustos han cambiado radicalmente desde entonces) Lorenzo Lamas, correría hacia mí por Central Park, me tomaría en sus brazos y me besaría apasionadamente, el mundo daría vueltas a nuestro alrededor y, por culpa de mis hermanas que la cantaban todo el tiempo, sonaría “Is it okay if I call you mine” de Paul McCrane en el fondo.

Podrán imaginarse mi decepción el día en que, de hecho, recibí mi primer beso. Claramente quien me lo dio no fue un hombre sino un niño, que no tenía los músculos del Renegado, ni sus tatuajes, ni su Harley (de nuevo, pido disculpas); el escenario fue uno de los auditorios del centro de convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada y por lo que era una fiesta en Bogotá City y no en New York City, la banda sonora fue una canción de Rikarena o ¿sería de Proyecto 1? En todo caso, fue la absoluta antítesis de romanticismo si alguna vez hubo una. Lo único que sí sentí fue que el mundo daba vueltas a mi alrededor, eso porque el beso fue tan baboso que me sentí rebotada. En dos palabras y como bien lo dijo el burro de Shrek: fue horrible. Pero lo peor fue lo que vino después, cuando me invadió un pensamiento tenebroso: “¿Qué pasaría, si por alguna razón genética, cultural, mental o espiritual, yo fuera una persona a la que no le gustaran los besos?”

Estuve preocupada un tiempo, hasta que empecé a pensar de manera más práctica, como también desde pequeña suelo hacerlo. Esta fue la conclusión a la que llegué: los besos están sobrevalorados. La gente los da indiscriminadamente, a personas que acaban de conocer, para saludar, para despedirse, los mandan por teléfono, y alguno que otro cursi, los manda en el aire, esperando que alguien los reciba en su mano derecha y se los lleve al corazón. ¿Qué tan importantes pueden ser en realidad? Eso pensaba tratando de calmar mi angustia.

En verdad, lo que más me atormentaba, era que así como siempre había soñado que mi primer beso sería cinematográfico, también pensaba que al cerrar los ojos y por toda la eternidad, lo iba a recordar en 35 mm y Dolby 5.1 Surround Sound. Y así fue, sólo que en lugar de una comedia romántica, la que se proyectaba en mi cabeza (en loop) era la escena de una película de terror, de bajo presupuesto, cabe anotar. Eso jamás iba a cambiar y me sentí como se siente uno durante los créditos de “Titanic”. Al que le haya gustado, me entiende. Y al que no, también.

Pasó un buen tiempo antes de que volviera a besar. Cuando lo hice, a veces me gustó, a veces no, a veces ninguna de las dos, pero todas las veces besar me pareció, más que nada, aburrido e inútil. Pero un buen día, en el bus del Politécnico Grancolombiano (y esto es lo que más le tengo que agradecer a esta bella institución), conocí a un niño… diferente a todos los que conocía. Leía libros de Henry Miller y citaba a Bukowsky, conocía palabras que yo jamás había escuchado y las incluía de manera inteligente en una conversación coloquial, le apasionaban el cine y el jazz, escribía cuentos desesperados y poemas llenos de saudade. Esa palabra la aprendí de él. Pero lo mejor no era que fuera un artista atormentado con delirio de grandeza, no, lo mejor era que estaba enamorado de mí, como sólo un artista atormentado con delirio de grandeza podía estarlo.

Así que otro buen día y después de mucho dudarlo, decidí besar a ese niño que me robaría el corazón (para luego apuñalarlo hasta dejarlo irreconocible). No era un galán, mas bien se parecía a uno de los protagonistas del “Planeta de los Simios”, seguía estando en Bogotá City, esta vez en la residencia estudiantil un poco sórdida donde él vivía, ni siquiera hubo música de fondo y, sin embargo, fue exactamente como siempre lo soñé. Miento, ni siquiera en el cine había visto un beso como ese.

La razón era que por fin, después de tantos años e intentos fallidos, había hecho una verdadera conexión y mientras duró ese beso, y muchos de los que vinieron después, supe lo que era estar en perfecta sincronía con otro ser humano. Era como si adivinara cada movimiento para que los suyos coordinaran perfectamente con los míos, como en esa película en que Mel Gibson oye lo que piensan las mujeres. Allí, en ese cuarto de residencia estudiantil un poco sórdida, en el que jamás pensé que a una chica gomela como yo le pasaría algo relevante (o simplemente algo), entendí que el amor no son las mariposas que revolotean en el estómago. El amor es ese lazo invisible que nos une, a todos, y que nos hace sentir que somos indispensables para alguien más, que tenemos un lugar en el mundo, que no estamos solos. Allí, en ese cuarto de residencia estudiantil un poco sórdida, ese niño de chaqueta anaranjada (que odié hasta el día en que terminamos), me mostró ese lazo, y por unos segundos, tuve una epifanía, de esas que duran poco, pero que explican para qué estamos aquí. Y por qué.

Ese fue mi primer beso, aunque la lista minuciosa que llevo en una agenda con portada de mariposas diga lo contrario. No me importa, tengo mi momento de película, en cámara lenta y todo. Ese es el que rueda en mi memoria. Porque las primeras, a veces, no lo son. Y a veces, así es mejor.

THE END